Se apagó la voz de Rosa Andrade, la última hablante del resígaro.,El psicópata que entró a su chacra, en la comunidad de Ampicayu en Loreto, no se llevó nada más que su vida. Los partes policiales no registran radios, monedas, celulares ni otros objetos terrenales entre los enseres perdidos el día del crimen. Entró sigiloso, la miró unos segundos mientras dormía y, sin pensárselo mucho, la decapitó de un zarpazo. PUEDES VER: Iquitos, pinceladas de urbanidad en la selva La cabeza no había terminado de girar sobre el piso de tierra cuando otro certero machetazo abrió de cuajo su pecho. Metió sus manos y le sacó el corazón. Era la noche del 25 de noviembre y ese día se cometieron dos crímenes. El asesino no sólo había acabado con Rosa Andrade Ocagane, sino que, de paso, se llevó al resígaro a mejor vida. Sí. Andrade era la última hablante de esa lengua que siempre fue minoría entre boras, witotos y ocaínas. Sin embargo, ella estaba empecinada en transmitir el resígaro como fuera. Lo cantaba dulcemente a la hora del almuerzo para estimular el apetito y relacionar la felicidad con su oralidad. Lo contaba con la precisión de un cronista graduado en las artes del cuento y la novela. Por último, lo hablaba frente al espejo para que no se le escapara de la memoria. Por eso, en su comunidad de Nueva Esperanza, provincia de Ramón Castilla, el homicidio se lamentó por partida doble. No sólo se lloró a la anciana de 67 años, hablantina y buena gente, sino que también hubo honores para el resígaro caído en acción. Pero lejos de la tragedia y el entendimiento, el fiscal decidió poner en libertad al principal acusado del doble homicidio por falta de pruebas. Rubén Mendoza, un conocido antisocial que llegó al pueblo exiliado de Estirón, donde era famoso por generar pleitos y riñas, lo negó todo y fue liberado el 1 de diciembre por orden del fiscal provincial Juan Basilio, quien años atrás dejó en libertad al asesino de otro poblador. Una mujer coraje Sobre su vida, trágica por cierto, se sabe que la occisa contrajo nupcias con Vicente Rodríguez, del pueblo indígena Bora. Enviudó en 2011 y desde entonces vivió con sus hijos Felipe Flores, docente, y Norma Flores. El primero falleció en 2015 y la segunda vive fuera del país. Pese a la ausencia de sus seres más queridos, doña Rosa nunca retrocedió en su voluntad de compartir su lengua materna con el fin de que no se extinguiera. “Su muerte es una pérdida enorme para la cultura del Perú y sobre todo para la Humanidad”, diría con justa razón el antropólogo Alberto Chirif. En honor a su memoria, desde la redacción de Rumbos seguiremos informando y exigiendo una objetiva investigación sobre el caso.