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Opinión

El país de las mil caras, por Raúl Tola

Uno puede estar a favor o en contra de las ideas expuestas, pero de ninguna manera puede tomar a la ligera los artículos, que siempre son piezas sesudas, trabajadas, meditadas y corregidas, y sirven al lector para confirmar, contradecir o matizar las propias ideas. 

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TOLA

La primera sensación que asalta a quien termina las más de 800 páginas de El país de las mil caras: escritos sobre el Perú, el segundo tomo de la obra periodística reunida de Mario Vargas Llosa, es la melancolía. Es inevitable recordar aquel tiempo no muy lejano en que Vargas Llosa estaba en plena actividad y, cada quince días, publicaba su columna Piedra de toque, con la cual tomaba la temperatura de la actualidad, reseñaba los libros que leía, las exposiciones que más lo impresionaban, opinaba sobre los grandes acontecimientos mundiales y, con frecuencia, intervenía en las mayores polémicas que embargaban a nuestro país, el Perú.

Leerlo me ha hecho pensar en la larga lista de peruanos (algunos retratados en El país de las mil caras), cuyas voces se apagaron en los últimos años, hurtándonos su consejo y compromiso, y dejándonos a sus compatriotas un poco huérfanos por culpa de su ausencia. Personas como Enrique Zileri, Blanca Varela, Luis Jaime y Antonio Cisneros, Fernando de Szyszlo, Julio Cotler, Carlos Tapia, Bernardo Roca Rey, Valentín Paniagua o Carlos Iván Degregori, quienes, desde sus respectivos lugares, con sus aciertos y errores, fueron verdaderos faros de la civilización, dedicados a recordarnos que, más importante que el punto de llegada, es el camino, y que en este siempre debían estar presentes la democracia, el diálogo, la tolerancia, el sentido común y la inteligencia.

El texto más antiguo del libro está fechado en 1958 (Crónica de un viaje a la selva) y el más reciente en 2023 (El caso del Perú). Su amplitud nos permite abarcar la evolución del pensamiento de Vargas Llosa, desde el socialista que simpatizaba con la revolución del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) de Luis de la Puente Uceda, apoyaba a los barbudos de Fidel Castro en Cuba y respaldaba al Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas de Velasco Alvarado, pasando por la frustración, la incredulidad y el desconcierto al comprobar el fracaso del experimento socialista, hasta el liberal que encuentra las certezas que buscaba en la defensa de la democracia, el estado de derecho, los derechos individuales y la libertad económica.

Uno puede estar a favor o en contra de las ideas expuestas, pero de ninguna manera puede tomar a la ligera los artículos, que siempre son piezas sesudas, trabajadas, meditadas y corregidas, y sirven al lector para confirmar, contradecir o matizar las propias ideas. Algo muy distinto a lo que ocurre ahora con algunas columnas (más bien, colecciones de ladridos e insultos), o con las redes sociales, donde campan la superficialidad, la mentira y la manipulación, y donde los algoritmos se encargan de retroalimentar los prejuicios con contenidos que reafirman y enrocan el pensamiento de sus usuarios, impidiendo advertir si uno está equivocado, y, lo que es peor, alimentando esa polarización que ha convertido al mundo en una pesadilla orwelliana de necedades, maximalismos y atrincheramientos.

Cada artículo de El país de las mil caras funciona como un mecanismo de relojería donde, con apertura de mente, evidente curiosidad, una precisión verbal quirúrgica, un manejo bastante minucioso de la información y un sentido del humor ubicuo (cualidad que no ha terminado de ser apreciada en Vargas Llosa, pero que despunta en textos como Santa Evita o los placeres de la necrofilia, de la anterior recopilación, o El ratón Mickey subversivo y ¿Un champancito, hermanito?, de la presente), son tratados asuntos de toda índole: coyunturales, como la reforma agraria, la vuelta de la democracia, la llegada del terrorismo, la estatización de la banca o las guerras con el Ecuador; e inactuales, como la conquista, el arte o la libertad de expresión. Algunos tuvieron efectos palpables, como los dedicados a la elección de Alan García en 2006 u Ollanta Humala en 2011, o El Perú no necesita museos, que empujó, en contra de la opinión de Ántero Flores-Aráoz, por entonces ministro de Defensa de García, a la construcción del Museo de la Memoria en Miraflores. Pero mi impresión es que donde se nota de manera tan nítida ese fuego mezcla de rebeldía e inconformismo que abrasa las entrañas del creador —que Vargas Llosa describió en el famoso discurso que pronunció en 1967 al recibir el Premio de Novela Rómulo Gallegos— es en los textos en los que habla del gobierno de Alberto Fujimori. Ahí aparece el ensayista más agudo y batallador, dedicado a denunciar las falacias, trapacerías, enjuagues, crímenes y abusos con que Montesinos y Fujimori desmantelaron nuestra precaria democracia para instituir un proyecto autoritario y eminentemente corrupto, que se vino abajo de manera estrepitosa y sonrojante.

Nunca deja de sorprenderme que Vargas Llosa diera estas batallas con un único instrumento: la palabra. Es innegable que esa capacidad para rebatir las ideas que consideraba erradas y argumentar en favor de las propias —en sus artículos, pero también en entrevistas, discursos y toda clase de pronunciamientos públicos— ha servido para modelar la imagen que tenemos del Perú e implantar conceptos como la libertad económica y la defensa de la democracia, que contribuyeron a esa primavera de tres gobiernos consecutivos —Toledo, García y Humala— que, con sus profundas imperfecciones, evidentes limitaciones y embarrados por el fango de la corrupción de Odebrecht y las demás constructoras brasileñas, permitieron un despegue nunca visto, con históricas tasas de crecimiento, un intento de consolidación de las instituciones, una inclusión del Perú en el concierto internacional y una reducción de la pobreza que, en su mejor momento, cayó del 58,7 % en 2004 al 20,2 % en 2019 (el año pasado, la pobreza cerró en 29 %). Un tiempo que parece remoto, sumidos como estamos en la crisis política actual, que contradice los principios que permitieron ese despegue nacional y donde priman las componendas mercantilistas en lugar de la competencia, se premia a los mediocres, se permite al crimen organizado enseñorearse y matar a mansalva (gracias a sus tentáculos políticos en el gobierno, el Congreso, el Ministerio Público y la judicatura), y se hace denodados esfuerzos por reescribir la historia para que los dictadores, ladrones, narcotraficantes y violadores de derechos humanos del pasado queden transfigurados en mansas palomas.

Escribe Vargas Llosa: “Es un hecho que las cosas de mi país me exasperan o me exaltan más y que lo que ocurre o deja de ocurrir en él me concierne de una manera íntima e inevitable. Es posible que, si hiciera un balance, resultaría que, a la hora de escribir, lo que tengo más presente del Perú son sus defectos. También, que he sido un crítico severo hasta la injusticia de todo aquello que lo aflige. Pero creo que, debajo de esas críticas, alienta una solidaridad profunda. Aunque me haya ocurrido odiar al Perú, ese odio, como en el verso de César Vallejo, ha estado siempre impregnado de ternura”. Esta intensa relación es explícita en esta recopilación de textos periodísticos, donde queda clara la pasión que Vargas Llosa profesa por nuestro país, que lo ha llevado a asumir posturas muchas veces impopulares (¿en cuántas de ellas resultó teniendo la razón?), con una honestidad fuera de todo cálculo y, más bien, en varias ocasiones, en perjuicio propio.