La encuesta del Instituto de Estudios Peruanos de agosto de 2024 ha recogido datos de interés respecto de la credibilidad de los dos principales poderes del Estado.
Preguntada la población respecto de si cuando escucha hablar a la presidenta Boluarte le cree, el 71% de encuestados respondió que no le cree nada, mientras que solo un 1% afirmó creerle mucho.
Similar situación se muestra respecto de si se le cree a los congresistas: 69% afirmó no creerles nada, mientras que no hay nadie que afirme creerles mucho y, casi cual premio de consolación, un 9% afirmas creerles “un poco”.
Aunque estos datos respecto de los actores políticos no nos sorprendan, y resulte sencillo relacionarlos con los bajos niveles de aprobación de estas instituciones, con una crisis global de confianza en la política y con nuestra particular crisis política nacional, me parece necesario cuestionarnos respecto de la credibilidad y la confianza, y no solo de la aprobación, si queremos abordar futuras salidas al nudo gordiano en que nos encontramos.
Podemos definir la credibilidad como aquella cualidad que nos permite decidir si creemos o no en determinada información o mensaje proveniente de una institución o persona. La credibilidad será central en la generación de confianza de los actores políticos hacia la ciudadanía y cumple un rol fundamental al afrontar retos o situaciones críticas.
La credibilidad, además, “se construye en el terreno de la percepción que los ciudadanos tienen acerca de los méritos y deméritos de los políticos” (J. Botella, 2013) y, por tanto, requiere de la transmisión de datos objetivos y acciones concretas, pero también de la capacidad de los actores de transmitirlos.
Si bien abordar las razones de la falta de confianza o credibilidad de nuestros actores políticos por parte de la población podría llevarnos a escribir casi un libro de las lamentaciones de la historia nacional, es necesario afirmar que la pérdida de credibilidad en la política no es ya solo cosa de nombres y apellidos concretos, sino que ha resultado en una generalización de la sensación de desconfianza de la ciudadanía hacia los actores políticos. El “todos son iguales” se hermana día a día con el “no nos representan”.
Pero lo que hoy parece un sentido común, fácilmente asumible (con relevantes excepciones, claro está) puede convertirse en profecía autocumplida hacia el futuro, limitando la posibilidad de hallar salidas y cerrando puertas a nuevos liderazgos o propuestas políticas. Si todos son iguales, ¿por qué habría de tomarme la molestia de buscar/oír propuestas nuevas? ¿Por qué habría de creer en quienes me dicen que “ahora sí” las cosas van a cambiar?
El periodista salvadoreño Carlos Dada, en su excepcional libro de crónicas Los pliegues de la cintura (Libros del K.O. 2023) describe con claridad el resultado de esta pérdida de confianza y credibilidad: “Dejaron de creer que nuevos gobernantes podrían cambiar tanto las cosas como para que alcanzara, incluso para cambiar sus vidas. La democracia ya no encontraba oxígeno para sobrevivir: La distancia entre el poder –político y económico– y la gente parecía insalvable”.
Esta situación respecto de la credibilidad política requiere de análisis y apuestas por parte de las fuerzas políticas opositoras al régimen autoritario que vienen intentando organizarse o proponer alternativas de cara a las elecciones de 2026.
La falta de credibilidad de la presidenta Boluarte y de los congresistas (ganadas a pulso, que duda cabe) no pueden ser vistas solo como una muestra más del rechazo de la población a los individuos específicos, o como un apunte más para ser empleado en el argumentario en su contra, sino que deben llevarles a la pregunta de cómo construir confianza y credibilidad propia en la ciudadanía.
¿Qué me distingue del resto de actores políticos? ¿Por qué quien ya no cree en nadie debiese creer en mi fuerza política o en el liderazgo de mi organización? Estas son preguntas que no pueden esperar a ser respondidas recién cuando la campaña electoral arranque, pues la confianza, credibilidad y reputación (un concepto del que nos ocuparemos en otra oportunidad) requieren de abordajes de largo plazo y de trabajo consiente, consistente y coherente al respecto.
Por eso también debiese preocupar el constante silencio de las organizaciones políticas frente a la situación nacional. Con 35 partidos políticos inscritos, que no oigamos mayores voces de ninguno de ellos respecto de temas que tocan tan directamente la vida de la población como la crisis de seguridad ciudadana o el desabastecimiento de medicamentos en los hospitales públicos resulta en una forma más de debilitar la confianza de la población hacia ellos, pues perciben, y muchas veces con razón, que los partidos y sus líderes solo se interesan por los problemas públicos cuando de ello depende el voto inmediato.
Generar credibilidad a futuro significa ofrecer desde el presente horizontes posibles, alternativas de cambio creíbles, pero también cercanía y presencia en la vida cotidiana de la población. No tomarse esta responsabilidad, desde ya, no hará sino profundizar la sensación de que no hay nadie en quien creer que ya campa entre la ciudadanía. Y sin nadie (partido, organización o liderazgo) en quien creer, la esperanza de salir de esta se desvanecerá también.