Segundo año consecutivo en el que el Perú no pudo ser clasificado como “democracia”, sino como “régimen híbrido”, por el Índice Anual de Democracia de The Economist. Eso porque, ostensiblemente, ha seguido cayendo la calidad democrática en el Perú. Ahora se está en el mismo escalafón que Honduras, El Salvador, Senegal, Zambia, Kenia o Ucrania. Seguimos retrocediendo posiciones.
Se mantiene la tendencia al lento —pero continuo— deterioro de la democracia que se observa desde el 2016, según este estudio. Con su institucionalidad quebrada y acosada, hubiese sido una ilusión considerar al Perú una “democracia”. Nuestro querido país sigue secuestrado por quienes empujan sostenidamente, y desde hace un tiempo, el galopante proceso en marcha de colapso.
El incontrastable dato de la realidad es que muy poco —o nada— apunta a que algo podría estar mejorando en los próximos meses o días. Lamento muchísimo esta hora gris para la nación peruana. Que no es producto de un fenómeno natural, sino sistemática e impune obra humana de intereses corruptos e intolerantes.
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Quienes ostentan el núcleo del poder político y económico parecen estar desconectados de la realidad. “Sueño de opio”, por ejemplo, aspirar a integrar, en estas trágicas condiciones, la OCDE. Nada menos que la organización global del mundo más importante de promoción del crecimiento económico, desarrollo sostenible y bienestar social.
El detalle es que países que no cumplen con los requisitos esenciales de la democracia, como garantizar la plena independencia judicial, por ejemplo, no pueden ingresar a ese club. Siguen incesantes los dardos desde el Congreso contra espacios cruciales para la democracia, como la Junta Nacional de Justicia, o contra el Jurado Nacional de Elecciones y su correcto presidente. Y el acoso artero e incesante a la libertad de expresión.
Dentro de ello, se mantiene un silencio omisivo —casi cómplice—, desde el Poder Ejecutivo. No muestra posición al respecto, no parece tener idea alguna ni ha mostrado voluntad de hacer algo contra esta estrategia demoledora.
¿Así han sido las cosas siempre? Está documentado, por analistas e historiadores calificados como Alfonso Quiroz, que la historia de la corrupción es una suerte de “ADN” institucionalizado. Con un gran “refuerzo” en estos años de creciente empeño por la impunidad.
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Brillante análisis el de Jaime Chincha en su nota ‘País sin ley’ en este mismo periódico, con base en contundentes datos de la realidad. Hugo Otero, por su lado, resumió, con precisión, en estas páginas, nuestra truculenta realidad: “Las mafias han tomado el poder, dominan el Congreso, instituciones públicas y el Gobierno fantoche de la presidente Boluarte. En estas condiciones crecen el hambre, la pobreza, el sufrimiento y el país está a la deriva sin dirección mientras la crisis se profundiza…”.
El ritmo es hoy marcado por poderes oscuros —dentro de los cuales fulgura el fujimorismo supérstite— o extremistas aspirantes a la impunidad. La sociedad debe sostener el ritmo de instituciones básicas de la democracia e impedir que se acose impunemente a la libertad de expresión, como se viene haciendo en las últimas semanas.
Nadie debería sorprenderse de que seamos “el país sin ley”. No es solo una frase inteligente y precisa de Jaime Chincha. Es una realidad dramática que fulmina diariamente a nuestra sociedad. Especialmente, a los más pobres y excluidos.
En contextos así suelen aparecer, a veces, simplistas varitas mágicas “salvadoras”, que suelen ser inútiles. Más allá de simplezas demagógicas, los problemas que tenemos requieren estrategias serias y adecuadas. No suena viable avanzar en serio en materia de seguridad ciudadana, por ejemplo, mientras desde el poder público, el colapso institucional y el país “sin ley” no sean considerados trabas y problemas críticos para la seguridad.
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Mucho cuidado con “modelos” mágicos y simplistas: debemos ver el bosque completo. Es más que evidente que en este país “sin ley”, de carencia de policía, presencia del Estado, posta médica, agua o desagüe, hay que empezar por dejar atrás el abandono desde el Estado.
Una institucionalidad en colapso, en sismo constante promovido a mano desde el propio poder público, no es ni puede ser terreno-base de ninguna estrategia sostenible. Sin presencia del Estado ni acceso a la policía, hablar de “modelos” —con o sin apellido— de seguridad ciudadana es otro cuento chino.
Las “mafias en el poder” (Hugo Otero dixit) o el “país sin ley” (Jaime Chincha) son hoy la principal fuente de los dramas que atacan a toda la peruanidad. De esto hay que salir. En convergencias de gentes y movimientos sociales sanos y democráticos, que los hay numerosos.
El Perú, felizmente, no siempre ha sido así. Malolientes apetitos fagocitantes, que quieren demoler cualquier atisbo de justicia, legalidad o institucionalidad, han existido. Pero no han marcado siempre el curso de nuestra historia.
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En momentos en los que la corrupción gobernaba, con un escuadrón de la muerte, los atropellos llevaron al Perú al borde del abismo institucional en los noventa. Pero el país encontró su ruta de salida, y se puso en marcha la transición democrática ejemplar presidida por Paniagua. Se reconstruyó la institucionalidad, se abrió paso a la justicia, contra la corrupción institucionalizada y las graves violaciones a los derechos humanos.
Por favor, que la pestilente coyuntura corrupta de destrucción institucional, que parece echarle sombra a todo, no nos abrume o apague la esperanza ahora. Me remito a lo que nuestro/as historiadores/as tan brillantes han trabajado en las últimas décadas. Se me vienen también a la memoria recuerdos.
Me remonto a recuerdos del hogar infantil donde, felizmente, era normal hablar de política y democracia. Entre otras explicaciones, esto se debía a la solidez de valores democráticos, impregnando siempre de luz el hogar familiar en los que un sólido demócrata como mi padre, Enrique García-Sayán, era crucial.
Había sufrido en carne propia el impacto de la garra dictatorial, con cuatro años de deportación bajo la dictadura del corrupto autócrata Manuel Odría, quien no surgió del espacio extraterrestre. Fue creación e instrumento de una oligarquía decadente, particularmente la agroexportadora, que promovió y financió el golpe militar en 1948.
En 1956 terminaba a trompicones la dictadura de Odría. Y en medio de la penumbra dictatorial de los 50 del siglo pasado, emergió la presencia fulgurante de Fernando Belaunde Terry. Él, “pueblo por pueblo”, pero también desde los balcones de su local partidario en la calle La Colmena (hoy Nicolás de Piérola), levantó voz firme contra la dictadura odriista y la oligarquía que la había sostenido para beneficiarse de ella.
Historia de vitalidad democrática, pues. Que puede cimentar que ahora se construya una ruta de salida frente al colapso institucional y moral en desarrollo.