A medida que disminuye la influencia y calidad de los medios de comunicación tradicionales, aumenta el espacio de los nuevos canales de contacto, en particular las redes sociales. Al ser instrumentos que no responden a ningún límite ético –salvo los de cada cual–, no es de extrañar que dichas redes propaguen de manera creciente discursos de odio y violencia. Los argumentos se hacen cada vez más escasos, mientras que su lugar es ocupado por agresiones verbales y descalificaciones ad hominem. Lo cual resulta extremadamente funcional para quienes se encuentran abocados a usar su poder político para asaltar el erario público (es decir el de todos), y destruir los jirones que nos restan de democracia.
Esta tendencia se ve reforzada por las llamadas granjas de troles. Se trata de personas contratadas para agredir verbalmente y difamar a cualquier persona considerada enemiga por sus posiciones ideológicas o culturales. La propuesta, que no es solo peruana sino mundial, consiste en llevar el intercambio de ideas a un ecosistema en donde estas no tengan cabida. Una de las primeras reglas que me enseñaron, hace más de una década, quienes me iniciaron en la red X (entonces Twitter), era esta: Don’t feed the troll (No alimentes al trol). A saber, ignóralo porque si le respondes le das cuerda, importancia, lugar. No es fácil cumplirla, pero funciona. Si los obvias, se desvanecen en su insignificancia. O los bloqueas. Además, ¿qué puedes responder a quien te critica con “ideas” tan elaboradas como rojete, terruco, caviar o rosquete? Este último me hace doble gracia: ¿cómo puede ser un agravio la homosexualidad? Sin contar con que sospecho que me confunden con un personaje político que es primo mío.
Un paciente me relató, años atrás, un dicho que reza: “Si peleas con un chancho, lo seguro es que ambos se van a embarrar. La diferencia es que el chancho lo va a disfrutar”. Marco Aurelio Denegri usaba una expresión que va en el mismo sentido: “el enmierdamiento gana”. Como psicoanalista, me tocó preguntarme por esa representación de dos marranos ensuciándose, en el contexto de nuestro vínculo terapéutico. Pero esa es otra historia.
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En su libro La Clinique de la Dignité (La clínica de la dignidad, Seuil, 2023), la psicoanalista y filósofa francesa Cynthia Fleury, se refiere a este fenómeno contemporáneo: “Hostilidad del lenguaje y viralidad algorítmica constituyen hoy en día la combinación más detestable, pero la más temible, para atacar la dignidad de una persona”.
Es necesario aclarar que para los psicoanalistas y psicoterapeutas el término “clínica” no alude a un establecimiento de salud. Se refiere a las técnicas y teorías que sustentan la práctica psicoterapéutica. En tiempos de Freud, por ejemplo, predominaban las estructuras neuróticas como la histeria o la neurosis obsesiva. Hoy, en cambio, nos vemos, cada vez con mayor frecuencia, confrontados con casos en los que la palabra ha perdido su vigencia, dejándole el campo libre a los afectos más primarios y los pasajes al acto. Cuadros psicosomáticos caracterizados por un pensamiento operatorio (mecánico, funcional, carente de afecto), narcisistas (con dificultades para establecer vínculos), limítrofes o psicóticos. En toda esta clínica contemporánea, es indispensable pasar por la construcción de un espacio de trabajo simbólico en donde, poco a poco, se restituya su lugar a la palabra cargada de sentido y afecto. Lo cual toma tiempo, claro está. Pero es una condición sine qua non en el proceso de la cura.
Es decir, precisamente aquello que estamos abordando. La patología social reproduce –y viceversa– a la individual. Es así que vamos construyendo una fábrica de indignidad. Un entorno cada vez más contaminado, literal y figuradamente, en el que prevalece el envilecimiento y la agresión. En el seno de este dispositivo panóptico –nadie puede escapar a la vigilancia–, se encuentra, paradójicamente, el lenguaje. Digo que es paradójico porque acabo de mencionar que la palabra se devalúa y degrada, pervirtiéndose en ese discurso incoherente, lleno de ruido y de furia, que los lectores de Shakespeare (Macbeth) y Faulkner (El ruido y la furia) habrán reconocido.
De entre todas las herramientas creadas por la humanidad, el lenguaje es acaso la más versátil. Lo vivimos a diario en nuestra esfera de comunicación verbal. En el ámbito público advertimos, como lo venimos anunciando, un deterioro creciente de las palabras y el pensamiento. Es lo que Roland Barthes denominaba un uso fascista del lenguaje: “Un lenguaje que no está al servicio de la simbolización sino a la inversa, reducido al insulto, o a la estigmatización, o a la denuncia, o al desborde emocional, es decir todo lo que ‘cierra’, y encierra a la sociedad sobre ella misma con el objetivo de clasificar a los individuos, producir nuevas jerarquías y otras relaciones de fuerza. Función fascista de la lengua, entonces, porque produce una desimbolización y utiliza el lenguaje exclusivamente con fines de dominación, y no de emancipación recíproca”. (Citado del mencionado libro de Cynthia Fleury, las traducciones son propias).
El indudable potencial democratizador de las redes es secuestrado y reducido a su versión más tanática. Aquella de proteger a la coalición mafiosa en el poder, empeñada en su tarea de erosionar todas las instituciones garantes del funcionamiento idóneo del Estado. En vez de servir a quienes los eligieron, se sirven sueldos propios y ajenos, se premian con bonos y vacaciones, cometen delitos a vista y paciencia de todos. Pero sobre todo benefician a los intereses de los grupos que los han colocado ahí para que sean sus representantes, en perjuicio de la mayoría de peruanos. Todo esto con un descaro y cinismo sin precedentes, incluso en un país tan precario y dividido por desigualdades tan obscenas, como el Perú. De ahí que la difamación sea una de sus armas favoritas. No es casual el reglaje a periodistas, como no lo son las respuestas virulentas –y virales en lo posible– a quien ose afirmar que los emperadores están calatos (pues no son desnudos griegos, como aclaró César Moro).
Debimos advertirlo desde que aparecieron en la escena pública insultos tan elocuentes y grotescos como “cojudignos” o “cívicos”. Equiparar la defensa de la democracia y los derechos de todos con cojudez era el preludio del huaico vociferante y carente de simbolización en el que nos encontramos atascados. Por todo esto resulta urgente no bajar los brazos y dar la batalla por la erotización (en el sentido de dar vida a la lengua muerta) de ese lenguaje encallado y encanallado. El mero hecho de que personajes como el alcalde de Lima o la propia presidenta de la República no puedan arriesgarse a efectuar apariciones públicas, sin exponerse al repudio popular, nos informa que, contrariamente a las apariencias, la batalla no está perdida.