Dina Boluarte está buscando la forma de congraciarse con un pueblo que la repudia. No sé si es porque piensa que puede durar hasta el 2026, pero ella insiste, con el más absoluto sentido de la irrealidad. El nivel de rechazo es tal que ha pasado estos seis meses confinada en Lima, inaugurando eventos en escenarios artificiales entre cuatro paredes, o en el patio enrejado de Palacio, para no exponerse al espectáculo bochornoso del rechazo ciudadano frente a cámaras, lo que ya ha sucedido. En Piura, donde fue a fungir preocupación por el dengue, las cámaras de TV Perú la filmaban con las botas sumergidas en lo que parecía ser una calle inundada, pero un celular captó el montaje: era apenas un pequeño charco al lado de una vereda totalmente seca.
Pero ella no se inmuta. Después de su temerario “cuántos muertos más quieren” —una confesión de parte, y amenaza, digna de ser psicoanalizada, como quien tiene la potestad de seguir matando a los que protestan— decidió participar en otro montaje, esta vez más elaborado, por el Día del Campesino, el pasado 24 de junio. El descaro fue hacerlo en Ayacucho, allí donde el pasado 15 de diciembre el Ejército mató a 10 civiles desarmados, varios de ellos niños e hijos de familias campesinas, en el contexto de las protestas contra su gobierno. La CIDH consideró el hecho una masacre. Pero lejos de sancionar a nadie, Boluarte promovió al entonces ministro de Defensa al puesto de premier, que hoy ocupa.
El lugar del homenaje fue la comunidad de Sachabamba, en el distrito de Chiara, unos kilómetros al sur de la capital ayacuchana, donde ocurrió la masacre. Frente a una audiencia convocada por el gobernador Wilfredo Oscorima, y donde, a decir de testigos, “había más policías que población”, Boluarte llamó a la “reconciliación nacional”. “Hermanas y hermanos del campo”, dijo, “los abrazo (…). En este Gobierno, de esta mujer también hija de agricultores, de esta mujer provinciana, ya no estarán más olvidados ni escondidos, estarán en el sentimiento de nuestro corazón, y juntos trabajaremos la tierra (…), nuestra pachamama”. Anunció la entrega de títulos y obras, con un enfático “hechos y no palabras”, que fuera el lema del dictador Odría. Se disfrazó de paisana, bailó, sonrió, ofrendó coca a la pachamama, cargó niños (que parecían asustados), pero ni una sola palabra de los muertos.
Fuera del recuadro cuidadosamente captado por las cámaras de una TV estatal cada vez más parametrada para no “ofenderla”, alguien registró la verdad que se pretendía ocultar: gente descontenta que no pudo traspasar el cordón policial. Una mujer decía: “Al pobre campesino lo han engañado, porque es su derecho entregarle su título, no es necesario condicionar”. Y también: “Dina asesina, Oscorima mentiroso”.
Y, en efecto, Boluarte, en su infinita falta de escrúpulos, busca legitimarse sobre una política prebendaria propia de populistas y dictadores, jugando al olvido de crímenes de los que es responsable: 10 de los 49 asesinados por las fuerzas de seguridad en el contexto de las protestas de diciembre a enero fueron acribillados en la capital de Ayacucho, a unos kilómetros de donde ahora ella pedía “reconciliación” sin mencionarlos. Uno de ellos, Raúl García Gallo, fue sepultado en Sachabamba, según el periodista Wilber Huacasi. El informe de la CIDH lo describe así: “De 35 años, padre de tres hijos menores de edad, albañil, sirvió al ejército. Falleció debido a un impacto de bala por arma de fuego en el estómago. Su esposa informó a la CIDH que ese día salió de la casa en la mañana a participar en el paro de Huamanga. Alrededor de las 5:30 pm la llamaron para informarle que lo habían asesinado”.
No es improbable que entre la audiencia hubiera estado algún miembro de su familia, si querían recibir lo que Boluarte parece entender como dádivas. Me parece bien que a la gente se le dé lo que necesita, pero como decían las voces off the record, ellos tienen derecho a servicios, y a sus títulos, y no se les puede condicionar. Pero parece que Boluarte no entiende de derechos, sino de prebendas, a cambio de lealtad. Sus funcionarios están hostigando cada vez más descaradamente a opositores y artistas, a quienes se les priva la libertad de expresión; por eso, el título de esa columna es también en solidaridad con el artista cusqueño César Aguilar, “Chillico”, cuya escultura La Descarada, que parodiaba a Boluarte, ha sido desaparecida, y él viene recibiendo presiones para retractarse.
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Boluarte, la Descarada, no celebra el Día del Campesino, celebra el día del siervo: el que acepta sin chistar una dádiva, aquel a quien le niega el derecho a discrepar, a hacer política; un derecho que ella ha ejercido libremente y la ha llevado a donde está. Como les dijo a los de Juliaca, sin respetar su duelo por sus 18 familiares asesinados en un solo día por la policía: “pidan obras”, “qué quieren”, “no hagan política”. Boluarte combina desprecio y prebendismo clásico con una forma gamonal de ejercer el poder, según la cual el campesino solo puede tener lo que le ofrece el patrón, pero su ejercicio político autónomo es una afrenta.
Un homenaje a lxs campesinxs por su día tendría que empezar por reconocer que muchas familias campesinas están de luto por la represión letal que ella ordenó o condonó, y atender su pedido de justicia. Entender que organizarse en sindicatos o asociaciones no es un delito, sino un derecho. Y por eso, si, como ella dice, son sus “hermanos”, podría interesarse por la suerte de Remo Candia, el carismático dirigente campesino cusqueño asesinado de un balazo cuando caminaba como parte de una marcha pacífica en el Cusco. Podría explicar las verdaderas razones por las que se allanó el local de la Confederación Campesina del Perú, y se detuvo a quienes estaban allí, como uno de los primeros actos represivos de su gobierno. Tal vez, podría intentar entender que los campesinos son ciudadanos y no siervos.
Celebraciones por el Día del Campesino en el Perú. Foto: Difusión