“Han venido. / invaden la sangre. /Huelen a plumas, /a carencias, /a llanto”. (Pizarnik, 1958)
En cada verso nos conmemoramos, cada 21 de marzo, en el día de nuestra poesía, las palabras vuelven como amasijos trastocados de tinta oculta, esotérica, vetada, prohibida que gritan penetrando las venas de quienes nos leen “Tocamos la noche con las manos/escurriéndonos la oscuridad entre los dedos, / sobándola como la piel de una oveja negra” (Belli, 2002).
Inevitablemente se evoca y reivindica e inicia una búsqueda incesante, una recomposición de lo inmaterial, la libertad del cuerpo a través de la poesía “Quiero contemplar/ quiero ser testigo/ quiero mirarme vivir” (Peri, 2005). En una realidad convulsa, el verbo es un arma para declarar intenciones, voluntades colmadas de rebeldía ante el golpe abrupto e inevitable de la crítica social “Un día seré libre, aún más libre que el viento, /será claro mi canto de audaz liberación” (Portal, 1947).
La poesía trastoca, traspasa y se alberga: adquiere un valor necesario vital, escribir es un acto de sobrevivencia, que corre el riesgo de extinguirse “Ahora estoy de regreso. /Llevé lo que la ola, para romperse, lleva/ —sal, espuma y estruendo” (Castellanos, 2020). Lo femenino se impregna, le da forma y lo configura, le otorga un nuevo valor a cada poema, dignifica el placer, se vuelve subversivo, un acto de protesta contra lo establecido “Descubrir por ti misma/ otro ser no previsto/ en el puente de la mirada. / Ser humano y mujer, ni más ni menos” (Vitale, 1965).
Ellas no hacen más que recordarnos un verso, un poema, un pensamiento, un recuerdo, la inspiración final, poesía urgida, mujeres que ven que “Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos” (Alejandra Pizarnik).