Con Castillo detenido y vacado, las bancadas opositoras celebraron como si se tratase de una esforzada victoria, ignorando el malestar acumulado en la ciudadanía, así como su propio desprestigio.
En una sola jornada fuimos testigos de cómo los políticos en el poder crean y se aferran a sus propias fantasías: Castillo creyó que su autogolpe sería exitoso, el Congreso alucinó que lo había derrotado y la nueva presidenta estaba convencida de haber asegurado el negocio de la “sucesión constitucional” hasta 2026.
La celebración no duró mucho más. La explicación más evidente está en la rapidez, contundencia y carácter masivo de la respuesta ciudadana en las regiones y en su movilización hacia la capital, que por algunas semanas forzó al Ejecutivo y al Legislativo a considerar la posibilidad de un adelanto electoral, aunque luego emplearan todas las mañas y dilaciones para bloquearlo y ganar tiempo para una nueva legislatura que se están dedicando a destruir las instituciones que representan un obstáculo para sus intereses, desde los organismos electorales hasta la Sunedu.
Nada de esto sería posible sin la acción de la Policía y las Fuerzas Armadas, que castigaron sin piedad a Ayacucho, Puno, Apurímac, Cusco, regiones donde la gente está indignada y harta del ninguneo de su ciudadanía y se niega a aceptar que el Congreso y la presidenta permanezcan en el poder como si nada ocurriera.
Pero no es solo una ciudadanía movilizada y resistente la que les aguó su fiesta democrática. El que la derecha no haya podido vivir la caída de Castillo como el éxito que soñó se debe también en parte a los conflictos persistentes entre sus distintas tendencias, que le impiden administrar el poder político recuperado como parte de la coalición que sostiene a Boluarte en Palacio.
Y es que desde el choque entre PPK y Keiko en 2016, la brecha entre la derecha empresarial y el fujimorismo no ha hecho más que crecer, sin que ninguna de estas fuerzas logre consolidar una identidad atractiva a nivel nacional, mucho menos una nueva visión para el país, sin aceptar que la ofrecida en la Constitución del 93 ya caducó.
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En esta pobreza de horizonte, el protagonismo de la derecha hace años se trasladó a pastores evangélicos y fanáticos católicos obsesionados con quitarle derechos a las mujeres —sobre todo si son indígenas—, cuando no marinos en retiro y ultraconservadores de distinto tipo, que han renunciado al futuro y quieren devolvernos al Perú anterior a la Reforma Agraria —y si se pudiera, a la Colonia—, a cualquier tiempo en que el despojo y la masacre eran la base legítima de poder político.
Con este elenco, se entiende lo pintorescos que resultan personajes como Hernando de Soto, paseando por Washington en busca de soluciones para Puno, o Mario Vargas Llosa volando a Lima para recibir honores de un gobierno con más de sesenta muertos en su haber.
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De esta lucha interna es poco lo que puede ser de provecho para la sociedad peruana. La negativa a una nueva Constitución, encabezada por los jóvenes congresistas de derecha, no viene acompañada de una propuesta consistente de reforma de la vigente, que supere sus vicios o radicalice sus principios. Los sectores más ideológicos están sumidos en “la batalla cultural contra el comunismo”. Entre todos, no logran media idea para salir de la crisis, menos ofrecer algo de interés para las siguientes elecciones. En ese escenario, quienes van ganando espacio son quienes, de otro modo, también sienten que la presidenta “no los representa” y se disponen a deshacerse de ella.