Se ha dicho en diversas ocasiones que la pandemia ha desnudado nuestras brechas sociales. Pero esta narrativa solo invisibiliza el hecho de que ya sabíamos que estábamos mal en tiempos prepándemicos y no habíamos desarrollado el sentido de urgencia suficiente para mejorar nuestros indicadores de bienestar y progreso social. En términos educativos, ya sabíamos que nuestros estudiantes presentaban serias dificultades de aprendizajes.
No podemos negar que se han logrado avances muy importantes en los últimos años, pero en el 2019 la evaluación de comprensión lectora a estudiantes de segundo grado de primaria arrojaba que dos tercios de ellos no cumplían con niveles esperados.
Ya habíamos mejorado significativamente nuestros niveles de asistencia escolar. El reto era avanzar hacia la mejora de la calidad de la enseñanza. La pandemia y el cierre de las escuelas llegó en un contexto en donde más de 2,5 millones de hogares con niños en edad escolar (66%) no contaban con una laptop o computadora en casa. Apenas el 14% de los hogares con escolares del quintil de ingresos inferior tenía acceso a internet.
El Minedu hizo ciertos esfuerzos por desplegar la entrega de tablets para impedir el retraso escolar, pero estas tablets llegaron retrasadas y sin habilidades ni competencias digitales para las familias, el principal soporte en la educación pandémica. Esta situación, sumada a una crisis económica grave en donde para “asistir” a la escuela pública había que pagar para conectarse a internet, mermó la posibilidad de que los niños continúen con sus aprendizajes.
Se ha calculado que más de 300 mil niños y adolescentes dejaron de asistir al colegio. Niños que estaban a punto de aprender a escribir, a aprender a sumar y restar, jóvenes con sueños que se quedaron sin terminar quinto de secundaria.
Todos tenemos claro que estamos en una crisis económica, pero muy poca gente habla de la crisis educativa con tal intensidad como en el primer caso. La educación debe ser una prioridad si se piensa en contar con un crecimiento económico sostenible para los próximos 30 años. El bono demográfico no será tal por toda la productividad perdida si no pensamos hoy en una política de reparación estudiantil por las pérdidas y daños causados durante el 2020 y 2021 en términos de aprendizajes.
Hoy el debate educativo está en la reapertura de las escuelas, pero no basta con reabrirlas y ya. Para recuperar el tiempo perdido tampoco basta con agendar más clases en el verano, ni cambiar el cronograma escolar. No se trata de dar más cantidad, sino más calidad y, para eso, se debe aumentar las capacidades de los docentes de manera exponencial y urgente.
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Así como cuando hay crisis económicas hablamos de la necesidad de tener un shock de inversiones, en esta crisis de aprendizajes debemos tener un shock en la educación. Uno que apunte a incrementar la inversión en la educación, pero asegurando que se aumente la inversión por alumno en las zonas más perjudicadas.
Por último, la culpa tan grande que pesa sobre los hombros de los padres de familia sobre las pérdidas de aprendizajes de sus hijos debe, además, ser liberada por el Estado con urgencia a través de esta política de reparación o remediación.
No hay nada que los padres de familia podían hacer por sus hijos durante la pandemia más de lo que ya hicieron. No obstante, el involucramiento de la familia en la educación durante la pandemia es un capital que se debería aprovechar para fortalecer el trinomio de padres, profesor y gestión educativa, en donde el estudiante se encuentre al centro de este triángulo. No podemos desaprovechar esta oportunidad ni esta demanda que nos está costando caro hoy y que nos seguirá costando caro mañana. Es ahora o nunca.
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