En agosto de 1880 (sí, en plena guerra), un hombre, soltero y sin descendencia, se acercó a sus 67 años a los miembros de la Sociedad de Beneficencia de Lima y les comunicó su deseo de donar, para empezar, 40.000 libras esterlinas de oro; suma que debía entregarse íntegramente a la educación de “niñas pobres”. Se trataba de José Sevilla (1813-1886), de origen modesto, nacido en San Pedro de Lloc; un hombre de negocios que llegó a producir una cantidad enorme de dinero. Tuvo una vida intensa como marino mercante, incursionó en la política con el Partido Civil y finalmente se nacionalizó estadounidense. Sevilla, como señaló Teresa González de Fanning, encarna uno de los raros casos de filantropía en el Perú. Dejó un testamento que traduce su excepcional talante benefactor, así como su especialísimo interés por la educación y el cuidado de niñas pobres, de su pueblo natal y de Lima.
Cinco años después de su muerte, se fundó en 1991 el Instituto Sevilla, cuya administración estuvo, primero, en manos de la Beneficencia de Lima. Su propósito era formar «individualidades provistas de principios morales bien arraigados, de espíritu disciplinado, con hábitos de trabajo». Los requisitos eran ser pobre, tener entre 10 y 14 años, no padecer ninguna enfermedad contagiosa ni crónica. La formación estaba orientada al trabajo digno: «La instrucción primaria, indispensable para la vida social». Las niñas harían gimnasia al aire libre y «corregirán sus defectos y malos hábitos».
Su entrenamiento educativo combinaba en principio las tareas manuales -bastante sofisticadas- y las domésticas, con habilidades en la encuadernación, la tipografía o la telegrafía. Es decir, la palabra escrita también tuvo un lugar. Aquellas lecciones conducían al mundo del trabajo femenino, a la autonomía.
Con los años, la población de niñas resultó hacinada y su maltrecha arquitectura impedía protegerlas del trajín nocturno del barrio y de los promiscuos hábitos de los vecinos. Así, cada vez el internado podía cuidar menos sus fines y la voluntad de su benefactor.
Todo parece indicar que su legado patrimonial fue torpemente manejado, —la burocracia absorbía los recursos asignados—, lo que perjudicó las aspiraciones de las niñas. La incapaz administración fue reemplazada por las hermanas de María Auxiliadora y en 1900 el instituto estaría en manos de la congregación El Buen Pastor. Al final, muchas niñas fueron educadas para ser las más codiciadas sirvientas.
Se revelan en esta experiencia señales constitutivas de la vida republicana: las autoridades laicas renuncian a sus funciones educativas; el dinero público se lo devora la burocracia y los criterios para invertir en los considerados inferiores están lejos de una racionalidad cuidadosa y productiva.