Al adentrarnos a las elecciones del próximo año las tendencias indican al advenimiento de un período con déficit de cooperación. La probable elección de un gobierno minoritario señala que, a diferencia de los comicios de los años 2001, 2006 y 2011, las elecciones del 11 de abril no renovarán el juego institucional ni recuperarán, aún para una etapa corta, la estabilidad perdida.
La democracia peruana está rota. La crisis de las presidencias de PPK y Vizcarra y las rupturas del Congreso anterior y el actual con esas presidencias reflejan aspectos estructurales que no pueden pasarse más por alto, es decir, el agotamiento del modelo de relación de poderes y otras constantes de nuestro sistema, entre ellas la precariedad de los bienes públicos, instituciones, partidos y actores, y la participación de la sociedad.
El sistema tiene crecientes dificultades para reproducirse y encarar los desafíos de lo político, económico y moral. La revisión de los cambios ocurridos en el período 2016-2020 –muy pequeñas reformas–, el itinerario borrascoso de la lucha contra la corrupción, y hasta la respuesta a la pandemia y la crisis económica, confirman esta ruptura. El resultado electoral de 2016 fue una salida de emergencia y también lo será el de 2021.
El relato partidista de la crisis –el colapso– subestima el efecto largo y acumulado de sucesivos conflictos de distinta envergadura no resueltos. Ya no son los actores y los partidos, exclusivamente; es el diseño y sus reglas de juego. Es casi todo.
La campaña electoral rebosa de pequeñeces, con notables excepciones. La extremada desafección ciudadana ante la oferta partidaria y la imposibilidad de nuevas identidades colectivas es respondida con promesas parciales de adulación a los electores. Se piensa que la crisis de los partidos es la causa de la quebradura de la democracia. Es al revés: la situación partidaria actual es un efecto de la democracia rota.
El centro y la derecha no son sensibles frente a ese cuadro; proyectan un discurso con cambios puntuales con énfasis en que el país funcione –poderes, reactivación y políticas públicas–, sin referencia a la situación de la democracia y las instituciones. Este proyecto ganó el 2016, y no había crisis económica y pandemia, y ahora también naufragará si vuelve a ganar las elecciones.
La franja populista que irrumpe en la campaña desde la derecha y la izquierda identifica el problema, pero no propone un modelo alternativo creíble y unificador. Su relato es incendiario y estéril; promueve una ilimitada confrontación pueblo vs. elite en sus distintas versiones con un discurso con fuertes tonos regresivos de derechos y libertades al punto de favorecer la resistencia al cambio democrático. Son peligrosos fuegos artificiales.
En ese escenario, la propuesta de Verónika Mendoza de refundar la democracia vía un nuevo contrato nacional es un elemento positivo aun por desarrollar. Entiendo que el concepto “refundación” puede parecer gastado y extremo, aunque bien podría ser identificado con una reforma profunda de la democracia y sus valores cotidianos.
La democracia rota demanda reformas y reunificar al país. Son propósitos similares y concurrentes en esta hora. En un país fragmentado, una reforma profunda sin nuevos consensos nacionales tendrá el cariz de una refundación autoritaria. Por otro lado, la figura inversa de unir al país desestimando los cambios es vacía e inviable. La pregunta clásica sobre por qué no se unen los políticos puede ser fácilmente respondida (“no todos quieren un cambio”) pero no otra más desafiante sobre por qué no se unifican los peruanos alrededor de una nueva propuesta de futuro que conserve lo alcanzado con sacrificio en los últimos 20 años.
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