Se incendian las montañas de Hollywood, se incendia Bel Air, se incendió la propiedad de Rupert Murdoch valorizada en treinta millones de dólares. El aire arrastra cenizas y aquí todos tosemos, estornudamos o andamos con los ojos irritados. El monstruoso incendio que ni 3,000 bomberos consiguen contener, interrumpe las habituales e inagotables conversaciones sobre cine, televisión, plataformas digitales, castings y abuso. Hollywood funcionó siempre como una industria que caminaba a punta de abuso y matonería: había que humillar al otro y, si aguantaba, entonces se ganaba un lugar. Miramax, en la década de los 90s, fue la compañía de distribución (y luego de producción) más cool que uno podía imaginar. Lo hacían todo bien: rompían esquemas con decisiones improbables, elegían filmes arriesgados y los vendían de maneras todavía más arriesgadas. Hoy, sin embargo, el recuerdo arrastra rabia: sabemos de sobra que Miramax estaba podrida por dentro. Su hombre fuerte, Bob Weinstein, es un cerdo. Y hoy queda claro que no importa cuán brillante fuera en su capacidad para elegir películas o presentarnos a enormes como Tarantino y Soderbergh; el abuso lo opaca todo. Así es que algo nuevo ha comenzado a surgir: fueron creciendo a lo largo de la última década compañías desde la orilla opuesta a la política de abuso de Weinstein y otros. Y sus créditos son todavía más interesantes: A24 y Annapurna Pictures son las nuevas compañías que arriesgan todo por la calidad de sus contenidos, sus filmes son generalmente brillantes y sus políticas justas.