Jane, una institutriz joven, huérfana, de moral cerrada y costumbres puritanas, se hace cargo de una niña llamada Adele. Rochester, el padre de la pequeña es un hombre reservado, de naturaleza hermética, con aura oscura de sexualidad. Desde que ella lo ve, subido a un caballo en el camino, siente un impulso irresistible hacia él. Pero debe contenerse. No puede traicionar su educación y sus principios. Poco a poco, el señor Rochester va a acercarse a la joven, limando los bordes de sus resistencias, creando un aire de confianza por donde los deseos de ambos puedan coincidir. Los dos viven castamente en la enorme casa de él, en el campo. Rochester le propone matrimonio y ella lo duda. Finalmente cede a su corazón y acepta la propuesta. Dos días antes de la boda una mujer de tez oscura entra a su cuarto y causa destrozos. Rochester los atribuye a una criada. El día de la ceremonia, cuando Jane está vestida con su traje de novia y el pastor pregunta al público si alguien se opone a la boda, aparece un personaje, el señor Briggs. A su lado está el señor Mason. Ambos informan a los presentes que el señor Rochester ya está casado. Agregan que su esposa Berta Mason vive en la casa con ellos. Es una joven de Jamaica, tiene alteraciones mentales, y desde hace años está encerrada en el desván. Rochester le pide perdón a Jane. Pero ella huye y no volverá a verlo en mucho tiempo. La historia tiene un final feliz y es el principio de una de las novelas de amor más populares que se han escrito. Su autora es Charlotte Bronte. Cuando el libro apareció en 1847 en Inglaterra, con el título de su protagonista, Jane Eyre, fue un éxito inmediato. Muchos se preguntaban quién era el autor, pues en la portada solo aparecía un nombre de género ambiguo, Curren Bell. Nadie sabía por entonces que la verdadera autora se había ocultado, pues la editorial consideraba que una novela escrita por una mujer era inaceptable. Pero el personaje de Jane Eyre es uno de los primeros en la historia de la novela que se opone a los designios de los hombres. “No creo que tenga yo por qué someterme a usted por su edad o su experiencia”, le dice Jane a Rochester. “Su supuesta superioridad depende del uso que le ha dado a su tiempo y experiencia”. En otro momento Jane hace una afirmación que nunca había hecho un personaje femenino en una novela: “Ninguna red va a atraparme”. Charlotte Bronte, cuyos doscientos años de nacimiento se celebran en todo el mundo, hubiera pasado a la historia solo con esta novela. A diferencia de su hermana Emily, que escribió la prodigiosa Cumbres Borrascosas, Charlotte no se proponía crear mujeres bellas y seductoras sino seres reales, de aspecto regular, con todos sus defectos y virtudes puestos a prueba. Algunos se preguntan cómo Bronte pudo crear a un personaje tan sensual y potente como Rochester (que nadie en el cine encarnó mejor que Orson Welles) desde una vida tan puritana. La respuesta como es obvio está en sus lecturas y en su imaginación. Nadie tiene fantasías tan salvajes y minuciosas como los que viven reprimidos. Charlotte Bronte murió casada y feliz a los treinta y ocho años. Pero hace poco cumplió dos siglos, muy joven.