El 42º Juzgado Penal Para Reos Libres queda en un rincón del segundo piso de edificio Anselmo Barreto, en plena avenida Abancay. Ahí despacha la jueza Susana Coronado Zegarra, en un escritorio impecable y ordenado, que contrasta con sus vecinos, tapados por altos de archivos y expedientes. Delante tiene al periodista Rafo León, el saco y la corbata negros, las manos a la espalda, las piernas separadas, una de ellas envuelta en una rodillera ortopédica. A pesar de los reparos de la seguridad y del escaso espacio, lo rodeamos varios periodistas, el exprocurador Julio Arbizu, el excandidato presidencial Alfredo Barnechea, junto con sus hijos. Hace cuarenta minutos que escuchamos al secretario del juzgado, quien desentraña a trompicones la oscura prosa del fallo en su contra, por la querella que le interpuso Martha Meier Miró Quesada. Aunque sea el lugar común más socorrido, todo este tiempo no puedo dejar de pensar en el adjetivo que mejor encuadra la situación: «kafkiano». El hecho de que Rafo León esté aquí, escuchando una sentencia que seguramente será condenatoria, por una demanda sin pies ni cabeza, planteada por quien acostumbra usar el insulto y la mentira como armas de debate, parece parte del argumento de una de las fantásticas novelas del escritor checo Franz Kafka. La motivación del fallo comienza con la lectura de «¿Qué hacemos con la primita?», el artículo de opinión que León publicó en la revista Caretas, criticando con su habitual sarcasmo un editorial de Meier Miró Quesada titulado «El síndrome de Susy», «dedicado de comienzo a fin a denostar a la persona de la alcaldesa Susana Villarán, sin dar un solo argumento que evidencie una discrepancia o un desentendimiento». Las razones del fallo no resisten al menor análisis. Para la jueza Coronado, las críticas de Meier Miró Quesada contra Susana Villarán se justifican y entran dentro del rubro de la «sátira», por tratarse de la exalcaldesa de Lima. Pero León no puede hacer lo propio con la exeditora de fin de semana del diario El Comercio, por no ser funcionaria pública. Afirma que su nota no contiene elementos de «interés público», incluye expresiones «innecesarias y obsesivas» y no constituye una «sátira» sino una «diatriba». ¿No es de interés público debatir el contenido de una columna que se publica en el diario más antiguo del Perú? ¿No entra Martha Meier en la categoría de persona notoria, cuya intimidad está menos resguardada que la de un ciudadano anónimo? ¿Por qué el doble rasero? La resolución también hace eco de un dicho que la denunciante lanzó en sus alegatos finales: que fue echada de El Comercio por la columna de Rafo León. Para la jueza Coronado, esto pudo producirle «ansiedad y depresión», además de menoscabar su estabilidad económica. Esta fantasía prefiere ignorar las afirmaciones del director del diario Fernando Berckemeyer, quien más de una vez aclaró que echaba a Meier Miró Quesada de la plana de colaboradores por los agravios que lanzó en su contra. Tampoco aporta alguna pericia psicológica, que demuestre la honda zozobra sufrida por la querellante. Todo parece indicar que la denuncia de Martha Meier encontró a la jueza perfecta para prosperar. A Rafo León se le impuso una serie de medidas de conducta, además de una reparación civil de 6,000 soles. Pudo ser peor, pero la condena sienta un precedente infame contra la libertad de expresión y crítica en el Perú, y por más que lo celebren los cuatro impresentables de siempre, nos pone al nivel de las dictaduras más tristes y rudimentarias. Los periodistas no nos creemos intocables ni infalibles. Como cualquier persona, estamos sometidos a la justicia, que debe ejercerse de acuerdo a la ley y a la razón. Ninguna parece concurrir en el insólito fallo de la jueza Susana Coronado Zegarra, que como dijo Rafo León, no solo lo perjudica a él, sino también a las personas a las que se priva de leerlo y escucharlo argumentar con la agudeza y el buen humor de siempre.