En estos días, donde la humanidad ha mostrado su rostro más perverso, en la agonía de niños inocentes, una peruana persiste en su lucha por enseñar castellano en medio de los bombardeos en Siria. Rocío Rojas conversó con Domingo, desde Damasco, sobre su valioso Centro Hispánico. Ante a la barbarie, cultura., Fantasmas y princesas de seis años que cuentan hasta veinte y cantan a viva voz, adolescentes que cocinan tortillas de papa, muchachos que escenifican el Inti Raymi, concursos donde se baila desde rancheras hasta carnavales cusqueños. Desde hace cinco años, en una antigua casona árabe, en el barrio de Afif, en el centro de Damasco, la guerra civil –que ha mutilado más de 300 mil vidas y separado a seis millones de familias– se combate con la educación de un idioma extranjero. En setiembre de 2013, cuando Estados Unidos dejó en amenazas la brutalidad que consumó hace unos días, también en represalia a un ataque con armas químicas de parte del ejército sirio, los fundadores del Centro Hispánico de Damasco –el último bastión cultural de la ciudad tras el cierre del Instituto Cervantes en marzo de 2012– huyeron. PUEDES VER: Así quedó la base aérea Siria que fue bombardeada por EE.UU. Españoles, argentinos, venezolanos y chilenos renunciaron al proyecto por el comprensible terror de los estallidos. Todos, salvo una mujer: la peruana Rocío Rojas Sifuentes. De ella siempre se ha sabido poco. Su rostro ha sido un misterio que obligó a la prensa a colocar mujeres tapadas y heridas. Se sabía sí que estaba casada con un sirio, y que en julio de 2012 había intentado enviar a sus tres hijos al Perú. Los malentendidos abundaron: se informó que la habían sacado herida del Líbano. Que dejaba el Centro Hispánico. Que se encontraba volando de regreso a Lima. Las confusiones explotaron en casa de su familia en Lima, causando el mismo daño de una onda expansiva. Rocío está a salvo. Enarbolando su vocación, cual escudo, para seguir enseñando. Aniversario cancelado El 29 de marzo pasado, por primera vez en cinco años, el Centro Hispánico de Damasco no festejó su aniversario. Las danzas típicas de España y América Latina, alegorías de la esperanza con las que acostumbran celebrar, quedaron refundidas. ISIS, el grupo terrorista más rico y sanguinario del mundo, que domina el oeste de Irak y el este de Siria, ingresó a Damasco a 30 kilómetros del centro. Se suspendieron las clases. Los paseos. El aniversario. Rocío y la gran mayoría de ciudadanos quedaron recluidos en sus casas, únicos fortines al alcance. En esta semana, una lluvia de morteros cayó sobre distintos puntos de Damasco. 25 cada día. 25 veces en peligro de perder la vida. O perder a los tuyos, y con ellos tu vida. Imagínatelo por un instante. Pero la vida sigue, aun con la fatalidad rondando. Las clases se reanudaron, como en el 2013, cuando un mortero impactó en la puerta del edificio, en el residencial barrio de Al Malki, donde se hallaba el Centro Hispánico en aquel entonces. Nadie resultó herido, debido al cambio de hora. Rocío se encontraba dentro. Cinco son los locales por los que ha transitado el Centro Hispánico de Damasco. Sea por seguridad, sea por costo han retornado siempre a la casona de Afif, también colegio privado por las mañanas. Las dificultades son tizas chirriando que no detienen a Rocío Rojas: libros caros, alquileres caros, falta de calefacción para soportar la crudeza del invierno sirio (media de 4 °C). Sillas. Proyectores. Pantallas de televisión. Carencias y más carencias. “En Siria no existen las tarjetas de crédito. Si existieran podríamos adquirir libros online. Lo que tenemos son donaciones”, cuenta Rocío por correo electrónico. Rocío usa baterías para todo. En su casa no hay electricidad. Preparar clases supone, entonces, quedarse con la refrigeradora apagada o el celular sin batería. En diciembre, en uno de los episodios más tensos por la caída de las fuerzas rebeldes en el Alepo, no hubo agua. Las clases continuaron. “Nunca hemos cerrado. A lo mucho hemos disminuido cursos”, agrega la maestra peruana. Decisión tomada Rocío Rojas (46) pisó Damasco en febrero de 2001, junto con su esposo, un sirio que conoció en Rusia, donde cursaron estudios universitarios. Sus dos hijos mayores, ahora veinteañeros, nacieron en el Perú, y el último en Siria. En el 2012, con la guerra en pleno estallido, decidió desprenderse de ellos y enviarlos a Lima. En el aeropuerto de Beirut (Líbano), con la cancillería peruana resaltando su gran labor en los medios al otro lado del mundo, les impidieron la salida por ser menores de edad, y no contar con el permiso para cruzar territorio brasileño, ruta por donde pasarían. “Agradezco la mala coordinación de las embajadas. Cuando los vi salir del aeropuerto fui la persona más feliz. En ese momento pensé nunca más separarme de ellos”. Rocío conserva el vínculo de sus hijos con el Perú de la manera más apropiada: a punta de cucharones y bocados. En casa, dos preceptos: se come peruano y se habla español. Rocío no contará más sobre su familia ni su vida en Lima hace 16 años. Sus reservas son entendibles. -¿Cómo preocuparse por la educación en medio de los bombardeos? -La guerra terminará y necesitará gente preparada para la reconstrucción. Si puedo apoyar, ¿por qué no hacerlo? -Entonces, ¿regresar nunca fue una posibilidad? -En caso de emergencia extrema. Nunca pensé vivir la guerra. Desde que empezó el conflicto pensé en irme, pero ahora que ya han pasado seis años sería ilógico salir. Ya decidí quedarme. -¿Vale la pena arriesgar tanto? -Es muy complejo. La gente cree que la solución es viajar sin pensar en lo que viene después. Muchos inmigrantes sirios no tienen estudios ni perspectivas de trabajo. Son discriminados. En mi caso, estoy logrando mi éxito profesional. Seguiré luchando. -Alguna vez consideró a Siria como "el paraíso de las oportunidades", ¿qué piensa ahora? -El conflicto no ha sido obstáculo para que los sirios sobresalgan. Los jóvenes sirios son gente muy capaz. Pienso que algún día volverán, y Siria será otra vez el país seguro, tranquilo, culto y amable que conocí. Centro cultural peruano Aunque la motivación principal para estudiar castellano sea abstraerse de la guerra, los cincuenta estudiantes –en su mayoría mujeres– del Centro Hispánico de Damasco poseen diferentes razones: mejorar su hoja de vida, estudiar en un país de habla hispana o, simplemente, acceder a un mejor trabajo. En ese sentido, el Centro ha cumplido su cometido con sobrado éxito: muchos de sus alumnos han conseguido puestos en las embajadas de España, Cuba, y Venezuela. Precisamente, son dos profesores venezolanos con quienes Rocío Rojas se reparte la enseñanza. Los cursos constan de 30 horas, y cuestan 18 mil liras sirias (35 dólares). Hace tres semanas, antes de los recientes actos de barbarie, Rocío creó un club de lectura. El libro elegido fue Amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez. ¿Vargas Llosa y Vallejo serán los siguientes? Dependerá de las donaciones, pero sobre todo de la próxima aspiración de Rocío: abrir un centro cultural peruano en Siria. Agatha Christie dejó constancia del mismo embrujo en Ven y dime cómo vives (1946): “Amo ese generoso y fértil país que es Siria y a sus gentes sencillas, que saben reír y gozar de la vida (...) Volveré y las cosas que amo no habrán perecido en esta tierra”. Quien enseña en las condiciones de Rocío, tampoco.