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Domingo

Juan Manuel Robles: “Un limeño es alguien atemorizado, que a la menor oportunidad da miedo”

El escritor y periodista Juan Manuel Robles presenta Polarizados (Seix Barral, 2023), un libro que reúne las columnas que ha escrito en los últimos años para la revista Hildebrandt en sus trece. En esta entrevista habla de la opinión como género periodístico y de las ideas (algunas provocadoras) que ha lanzado en sus escritos. 

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No ficción. El escritor está a punto de lanzar otro libro en el que vuelve a la crónica, un género al que ha dedicado buena parte de su carrera. Foto: Marco Cotrina / La República

Al escritor Juan Manuel Robles le pasa a veces que alguien insospechado, un hombre de derecha, por ejemplo, le dice que no se pierde sus columnas, y que además coincide con él en temas peliagudos, como su posición sobre los terroristas que terminan sus condenas. Pero se lo confiesa casi en susurros, con temor, con culpa. “Como un adolescente que ve porno”, cuenta el narrador. Cuando eso ocurre, Robles sonríe, se siente querido. Querido e insoportable.

En sus columnas conviven sus distintas pasiones y cruzadas, como esa que empezó joven para que los autos respetaran a los aterrados peatones limeños, o esa otra que sostiene que no hemos dicho todo lo que pensamos realmente sobre la migración venezolana. Su nuevo libro, Polarizados (Seix Barral 2023), recoge buena parte de las columnas de opinión que ha escrito para la revista Hildebrandt en sus Trece, con el afán de siempre, ser a veces un amante del lenguaje y otras tantas un bocazas.

¿Para qué sirve una columna de opinión?
En principio yo parto de que la columna es un género modesto. Yo creo que hay que tomarlo en esa medida, es modesto para quien lo escribe y para quien lo lee. ¿En qué sentido? En el sentido de que la columna es el uso de nuestras facultades de percepción, de razón, pero sin ir a la metodología que implica una verdad más grande, que es una tesis, una teoría, una cosa así. Es una mirada que puede despertarte la curiosidad y darte alguna respuesta, pero pretender que una columna te dé una respuesta total y cambie tu idea de una verdad es algo pretencioso y es algo que tanto los lectores como los columnistas deberían evitar.

Hasta hace unos pocos años existía en Lima una radio que tenía como lema “tu opinión importa”. Tú qué piensas, ¿en serio importa la opinión de todos?
Ese lema es un síntoma de los tiempos, hacerle creer a alguien que su opinión importa o que siempre importa su opinión. ¿Por qué? Porque tiene al lado esta idea de que la opinión es parte de lo que uno es, parte de tu identidad, entonces tú no te puedes meter con mi opinión porque es parte de mi identidad. Eso es lo que hemos visto en los últimos años gracias al fenómeno Twitter. La gente cree que puede pensar y opinar cualquier cosa, de cualquier tema.

Aun si no está informada.
Aun sin ningún tipo de control, de responsabilidad ni de idea. Acá yo tengo algo contradictorio, porque de alguna manera yo sí creo que uno no es tan responsable de una columna. O sea, es un género que está para eso, que está para ser a veces un bocazas, a veces para tener una idea provocadora. Es el género de la hipérbole, de la caricatura, yo creo eso. Pero por otro lado creo que hasta para pensar una idea provocadora hay que darse el tiempo, hay que hacer el esfuerzo de generar razonamientos y argumentos que sean por lo menos interesantes. Pero lo que se ve en las redes es más un temperamento hecho palabras. Y eso mata este intercambio. Son tiempos de falsas tesis, son tiempos de falsificaciones, de ideas que ya no se producen. En ese sentido, yo rescato la nobleza de la columna en el sentido de que implica que un autor diga: “Voy a contarte mis argumentos, no solo lo mejor que pueda, sino lo más bonito que pueda”. Y lo que más me gusta, y lo pongo en alguna parte del libro es cuando alguien que no tiene nada que ver con lo que yo pienso, como un fujimorista o alguien de la derecha radical viene y me dice: “Todavía te leo”.

Claro, tú dices que estas personas que no son cercanas a lo que tú crees o lo que piensas, de pronto se te acercan, pero antes tienen que tomar un trago porque de lo contrario no se atreverían a hablarte.
Exacto, hay un placer culposo en la columna también. Y eso es lo interesante. Es algo que se veía a los comienzos de la era Twitter, que casi ya no se ve.

¿Tú te reconoces como un columnista sesgado? Con un pensamiento fijo, que no va a variar.
No lo sé, yo he calculado que hago algo así como medio centenar de columnas al año, entonces con medio centenar de columnas al año es imposible no contradecirte, en primer lugar. Una columna puede contradecir a otra y tú ni siquiera te das cuenta. Y un lector te dice oye, pero si tú dijiste el año 1990 esto y en el 2016 lo otro. Y eso es totalmente normal, porque finalmente la columna es el territorio de las razones aparentes, de las razones que tienen que ver con una percepción del momento. Yendo al sesgo, yo creo que hay ciertas ideas que uno defiende. Yo, por ejemplo, acabo de terminar mi columna de la semana, que es sobre los 50 años del golpe de Pinochet y yo no me voy a poner a discutir ciertas cosas. Yo parto de que hubo crímenes, se torturó gente, creo que hay cosas que no son opinables. Y creo que eso también es parte de la transparencia de un columnista.

La última vez que conversamos recordabas tu infancia en Bolivia y decías sobre ella: "Yo fui un niño adoctrinado como muchos hijos de padres de izquierda". ¿Cuánto de este jovencito hay en este columnista que eres hoy?
Yo creo que uno tiene muchas transformaciones. Yo soy hijo del Perú de los 90 también, me crié en pleno fujimorato. Tengo en mí, aunque trato de sacármelos a veces, los valores de la competitividad, de la supervivencia.

Del emprendedor.
De que no te puedes quedar así nomás, tienes que hacer todo por sobrevivir, no sobrevivir tiene su culpa. Y reacciono más contra quienes creen tener la razón. Y en el Perú quienes creen tener la razón son en gran parte sectores de la derecha, que nos gobernó durante ese tiempo. Esa arrogancia que yo crecí viendo en los 90 es una de las cosas que me gusta poner en evidencia.

Hay un dato que se me hace difícil de creer en el libro, que has seguido con interés las columnas de Carlos Alberto Montaner, que es un hombre de la derecha, que está en las antípodas de lo que tú crees.
Es un dato muy raro. Sí, claro, se ha muerto hace poco. Creo que cuando hablo de esos escritores que están en nuestras antípodas, pero que uno lee con gusto yo me puedo referir a Carlos Alberto Montaner. Era un tipo que, primero, defendía el lenguaje y jugaba con él, y era divertido. Yo me acuerdo que en la primera columna que leí de él se referiría al subcomandante Marcos, de México, como el “comediante Marcos”. Y yo decía: “Manya, qué loco, no estoy de acuerdo con esto, pero…”.

Tú dices que disfrutabas un poco la caricatura que él hacía del socialismo en el continente.
No tanto eso. Me gustaba porque tenía una prosa encantadora. Ahora, sí te habla algo de él que, por ejemplo, no avalara a Donald Trump.

Hay una sección del libro dedicada a Lima. Ayúdame a definir cómo es un limeño.
No lo sé, es difícil no caer en la generalización extrema, pero creo que un limeño es alguien atemorizado, que a la menor oportunidad da miedo. O sea, esa doble condición existe como en ningún otro lugar. Alguien atemorizado que en cualquier momento tiene que pegarle a alguien para abrirse paso, y lo va a hacer. Lima es una ciudad atemorizada. No sé si a ti te ha pasado, pero a mí me ha pasado que alguien me pide ayuda y, como no confío en la situación, le doy ayuda, sí, pero no me detengo y sigo caminando, mientras le digo lo que tengo que decirle.

Si un extranjero leyera tu libro concluiría que Lima es una ciudad tan agresiva, que incluso las heroínas que te salvan de un robo terminan gritándote: "¡Qué haces aquí con esa bicicleta, chibolo idiota!". Incluso los héroes tienen malos modales.
Totalmente, es parte de la experiencia de la ciudad. La forma en que nos despedimos unos de otros sigue siendo: "Cuídate".

¿Por qué dices que algún día vas a morir atropellado en un crucero peatonal de Lima?
Bueno, eso fue hace mucho tiempo. Desde chico tengo una cruzada por los cruces peatonales. Yo siempre quería hacerlos respetar. Entonces, los hacía respetar caminando por ellos, para que los autos paren. Y además le mostraba a la persona que estaba mi lado que eso es lo que se debe hacer, porque a mí me desesperaba esta cosa de que pudieran estar 10 o 15 personas en el cruce, pero no cruzaban porque les daba miedo. Les mostraba a las 10 personas que, si se ponen a caminar, usando su derecho, los autos van a detenerse. Bueno, lo hacía y lo hice con la irresponsabilidad de la juventud. Alguna vez alguien me dio un golpe, alguien me insultó, pero yo seguía pensando que, si hacía eso, más gente iba a darse cuenta y pasados 10 años o 20 años iba a ser mejor la situación.

Lamentablemente has fracasado en esa cruzada.
Creo que todavía se puede hacer, es importante. Y muchos conductores, comparado a hace 25 años, te entienden.
Una presencia constante en el libro es el discurso de la publicidad, que siempre está presente en nuestras vidas y al que tú miras con desconfianza.
Yo creo que la publicidad ha sido el gran soundtrack de todo este proceso neoliberal peruano y han puesto esfuerzo en eso. Digamos, no tienen la sofisticación para hacer una gran película o un libro que defienda esta ideología, pero sí hacen grandes comerciales. Algunos toman capital cultural que está muy arraigado. Yo hablo específicamente de esos comerciales que usaban la canción "Cholo soy", cambiándole completamente la letra, para que una canción de lamento se convierta en una canción de optimismo. La publicidad para mí es eso, una falsificación de cosas que están entre nosotros, en nuestra cultura, como ellos dicen, sin ningún pudor, para cambiarnos el chip.

Tienes una posición interesante sobre los terroristas que terminan sus condenas. Primero dices, voy a leer un pequeño párrafo: "Reivindico el derecho de no perdonar, la memoria es también renovar el desprecio largo por aquellos que nos atacaron". Pero a continuación afirmas que no se debe marginar a los terroristas que salen de prisión, quitarles las oportunidades de trabajo, tenerlos como en guetos, y lo haces por un tema específico. Dices: "Si se les echa de todos lados, si se les margina, al final van a terminar agrupándose en facciones radicales como Movadef". Lo que propones es casi un perdón estratégico.
Podría entenderse como un perdón estratégico, pero yo creo, y esta idea no es mía, la tienen personas como José Carlos Agüero, que el Estado tiene la obligación de hacerse cargo del postconflicto, de lo que pasa después del terrorismo, después de estos encarcelamientos, de estas personas encarceladas con toda justicia y en procesos que en su mayoría fueron bien hechos. El Estado debe encargarse de que eso no te genere un daño. Yo soy muy provocador en este tema porque me parece importante y porque creo que el Perú es uno de los países que lo maneja más mal, que lo maneja sin ningún tipo de idea. De hecho, alguna vez lancé la pregunta en las redes sociales, cuando salió Maritza Garrido Lecca de prisión. “No, no debería salir”, me dijeron. “Cuánto tiempo debería estar”, les pregunté. Y algunos dijeron: “Toda la vida”. Y está bien, pero el Estado no puede tener ese razonamiento. Yo puedo tenerlo, tú puedes tenerlo, me parece bien, si tú sientes que alguien nos hizo un daño muy fuerte. Por eso digo que aquí no se trata de perdonar, el perdón es una cuestión personal. Los Estados pueden fomentar sus acciones para encontrar algo parecido al perdón colectivo, pero el perdón es personal y social, es nuestra decisión. Pero la justicia no tiene que ver con eso. O sea, en el Perú no entendemos que cuando alguien cumple su condena, esa persona es libre y tiene derechos y entre esos derechos está el de no ser estigmatizada por el pasado que pagó.
Desde el punto de vista del Estado.
Claro.
Porque hay personas que libremente y legítimamente pueden odiarlos hasta el final de sus días.
Claro, totalmente. Lo que yo digo es que el Estado es el llamado a garantizar que ese odio no se vuelva institucional. Por razón o por estrategia, o por lo que quieras.


¿Cuánto tiempo viviste en Bolivia?
Viví 7 años en Bolivia, de los 7 a los 14 años.
¿Y en ese tiempo te hicieron alguna mofa o te lanzaron alguna ironía sobre la idea que los peruanos éramos ladrones?
Sí, claro. Y de hecho lo he escrito en algún momento, porque es una situación muy similar a la de los venezolanos en el Perú. A comienzos de los 90, en Bolivia comenzaba a haber varios inmigrantes peruanos. Y yo nunca recibí ninguna agresión, pero sí se volvió un chiste reiterado, en el grupo de amigos, cuando llegaba el peruano y todo el mundo decía: “Guárdense sus billeteras”. Y en algún momento mi madre vio en el supermercado que alguien tomaba un producto peruano y decía: “Yo no compro producto peruano”. Había ese tipo de cosas. Lo que pasaba también es que los peruanos sentían que venían de un país más desarrollado que Bolivia, así como le pasa los venezolanos con Perú, y dentro de su situación de migración no dejaban de ver al país en el que estaban como algo pequeño, como algo menor, y eso lo veía en los peruanos, y era insoportable, pensaban en el cebiche, y la playa, y lo vi calcado luego en esta migración, la arrogancia, la actitud del nuevo rico.
En tus columnas sugieres que actuamos de manera ingenua con el tema de la inmigración venezolana. Decíamos cosas como: “A nosotros nos han tratado con nobleza cuando emigramos. Por lo tanto, tenemos que devolver esa atención”. Y eso no ha sido así.
No ha sido para nada así.
De hecho, tú lanzas un dato interesante. Hasta el 2006, Venezuela exigía a los peruanos visa para entrar a su territorio. Por lo tanto, es una falsedad que los vecinos nos hayan recibido con los brazos abiertos.
Totalmente. Nadie recibe con los brazos abiertos a los migrantes. Eso de devolver la nobleza que tuvieron con nosotros es un razonamiento fácil. Y como es un razonamiento fácil, como no se sustenta en una verdad, se desbarata fácilmente y los que lo defendían se pasan al otro lado. Pienso en (Jorge) Del Castillo hablando de tomar medidas extremas contra los venezolanos, cuando hace unos años, cuando lo favorecía políticamente recibirlos, con el objetivo de criticar a las izquierdas y decir que son cercanas de Chávez, lanzaba esta idea no muy razonada de que a nosotros nos recibieron con los brazos abiertos.


Lo que no queremos ver es que en un momento la inmigración se usó como arma arrojadiza, como un instrumento político, y el principal responsable de ella es PPK, que abrió las puertas del país para congraciarse con Washington.
Yo lo dije en su momento. Y en ese momento, decirlo era ser xenófobo. Me llamaron de xenófobo para abajo. Mira, parte de lo que hago en la columna es preguntarme algunas cosas, como por qué se instalan ideas fijas tan rápido en los progresismos. Porque en el progresismo se instaló la idea de que estaba muy bien la idea de que vinieran los venezolanos, que venían a ayudar a la fuerza laboral del país. Cualquier cosa que se dijera sobre eso hacía que te llamaran xenófobo. Y sí, lo de PPK es un tema. Si un mandatario dijera: “Peruanos, pueden venir a nuestro país, aquí hay trabajo para ustedes”. ¿Te imaginas lo que pasaría en su país? Ese no es un fenómeno menor.
La ironía de esto, es que la gran figura de la tecnocracia de inicios de este siglo, que era PPK, no calculó el impacto real que iba a tener la migración.
Es que yo he llegado a la conclusión de que esa gente no calcula nada. Y yo creí que lo hacían. Han estudiado en las mejores universidades y todo, pero son capaces de cambiar sus cálculos solo por asuntos políticos.
En tiempos de crispación, en las redes sociales la gente pide no romper amistades por política, se pide calma, prudencia, pero tú en cambio dices: “Peleémonos nomás, no le veo sentido a esa paz artificial”, ¿por qué?
Porque hay esta costumbre peruana de no hablar las cosas, de no tomar el toro por las astas, de preferir la calma. Y cuando yo escribí eso, en época electoral, callar no era inocuo, era favorecer al status quo, que siguiera la cosa como estaba. Pero hay algo más, quienes decían esto, “No nos peleemos y tal”, eran personas que querían votar por Keiko. Y si querías hacerlo, debías asumir que estábamos en medio de una contienda política, que estábamos politizados. Y si te caía, pues te defendías. Esa era la idea. Y eso fue lo que puse. Las columnas son a veces hiperbólicas. Si había tanta gente diciendo, “no nos peleemos, somos hermanos”, yo preferí irme al extremo de la cosa.


Terminemos con fútbol. En el libro hay algunas definiciones sobre el hincha peruano. Te las voy a leer: “Un hincha peruano es un hombre estresado, experto en hacerse paltas. Un hincha peruano lo que tiene de altanería lo tiene de drama queen. De su inseguridad surge la paranoia. Es llorón y noico, y siempre sabe cómo torturarse”. ¿Te reconoces en esa descripción?
Sí, cuando me toca ser hincha de la selección. Mi relación con la selección es de amor y odio. Y ahorita yo estoy en el odio todavía, en la negación. No les perdono todavía lo que nos hicieron en Qatar, contra Australia, y todo lo que pasó después. Y además hay factores simbólicos que intervienen en esto, como lo de Repsol. Por eso ando todavía cauteloso. Soy como alguien que no quiere ser herido. Cosa que se desvanecerá si vencemos por goleada o hacemos un juego alucinante. Eso es lo que pasa con el fútbol, vence tus defensas, como ciertos delanteros.
¿Para ver los partidos de Perú sigues usando tu vieja cábala? Entiendo que es un celular que recuperaste de un robo.
No, todavía no estoy instalado en ese momento. Ese es el problema del hincha peruano. Siempre lo veo como un adicto a los tragamonedas, que ha perdido mucho, y al tirar la última moneda gana, pero solo un poquito, 10 soles apenas, pero por esos 10 soles se ha quedado toda la noche.