En el japonés, todas las palabras que nombran a nuestros primeros afectos empiezan con O. Está la suave Okasan para nuestras madres, y la formal Otosan para nuestros padres. Están los hermanos y los abuelos. Y Okinawa, la isla de la que viene la familia del pintor Eduardo Tokeshi, un territorio marcado por la tragedia de una guerra, y que el cine ochentero nos vendió como cuna de Nariyoshi Miyagi, el discreto sensei que protagonizó la saga de Karate Kid. Para hablar de esta parte de su vida, Eduardo Tokeshi ha confeccionado un diccionario que mezcla sus recuerdos con las palabras de un idioma que nunca le enseñaron. Es su primera incursión en la escritura y un ejercicio de búsqueda de la identidad al que ha bautizado como Sanzu (Reservoir Books 2022). Es una manera también de interpelarse y de averiguar qué pesa más en él, si la evocación de la casa de la calle Cotabambas, de galletas Chaplin y Alianza Lima, o las memorias de sus padres y abuelos, de una isla en llamas y la decisión de huir de un país de posguerra. Como en todo, el punto medio parece ser la respuesta.
Sanzu (Reservoir Books 2022), por Eduardo Tokeshi.
¿Por qué un hombre al que sus padres no le enseñaron el japonés escribe un diccionario de ese idioma a los 62 años?
Yo me imagino que es una revancha por no haber sabido el japonés, aunque en el fondo yo sí lo podía entender, pero en el lenguaje hogareño. También podría ser un homenaje a ese lenguaje ignoto, o un homenaje a mis padres, al sitio donde ellos se educaron sentimentalmente y también a mis abuelos, con los que yo crecí. Es parte de eso, reconocer ciertos legados, ciertas cosas recibidas del lenguaje. Son todo ese tipo de cosas que fui aprendiendo sin querer, a medida que pasaba mi infancia, como un pequeño tesoro que uno guarda.
Usted sentía que había un vacío, algo que faltaba por no conocer el japonés.
Claro, hay un vacío que uno cuando es grande, o cuando es consciente de algo, trata de llenar con otro tipo de comunicación, en este caso la pintura.
¿La pintura también fue una especie de revancha?
Es un lenguaje propio, personal, universal. Uno ve una figura y a veces comunicas más que al hablar. Entonces, las grandes contradicciones en mi vida las he resuelto con las artes plásticas.
Claro, además que se podía dar el caso, así como le pasaba a usted de niño, que sus padres al ver sus cuadros le preguntaran qué significaban todos esos trazos.
Eso es cierto, aunque nunca me preguntaron, al menos mi padre nunca me preguntó. Siempre guardó silencio frente a lo que yo hacía, a algunas de las cosas raras que yo hacía. En realidad, nunca aprobó que yo fuera un pintor.
¿Nunca lo aprobó?
Nunca lo aprobó, nunca me animó.
Pero luego vio las exposiciones, las muestras…
Un día descubrí, yo siempre cuento esto, que él coleccionaba todo lo que salía de mí, de mi labor como pintor en un folder color crema, había un montón de hojas que ni siquiera el mejor curador de arte contemporáneo podría haber juntado. Era un hombre dedicado a esos recuerdos, pero muy parco a la hora de expresarse, como ocurre con casi toda esa generación.
Cuando una revisa su libro, queda claro que la historia de su familia fue marcada por la Segunda Guerra Mundial. De hecho, sus padres sobrevivieron en Okinawa al conflicto.
Ellos partieron muy niños, como era la costumbre. Hay una definición, los Kirai Nisei, significa los que volvieron, o sea aquellos que estuvieron en la guerra y volvieron al Perú en la posguerra. Mis padres estaban en esa categoría. Fueron muchísimos jóvenes de veintitantos años que regresaron cuando el gobierno de Odría les abrió las puertas, con una serie de restricciones.
¿Qué son los Biniyikú?
Bi es B. Ni es dos, y con yikú se forma veintinueve, son los aviones B-29. Yo siempre he pensado que las palabras tienen esta cuestión de la evocación, al igual que los olores, pero en este caso era el sonido de estos mastodontes B-29, que surcaban los cielos de Okinawa bombardeándola, quemándola constantemente. Mi madre me explicaba que ella tenía que salir a las cuatro de la mañana para ir al colegio, caminar un trecho de cinco kilómetros, tomar el tren y a veces venían los bombardeos. Entonces sonaba una alarma, salían y se escondían en unas trincheras que estaban cavadas al lado de las vías. Eso, para una niña de diez años, era como una especie de instrucción militar, tenías que salvar la vida. Y cuando avanzó más la campaña americana, especialmente en la isla de Okinawa, que es la entrada a la isla grande, les enseñaron a reconocer los potentes motores de los Biniyikú. Entonces, ella escuchaba y tenía que ponerse a resguardo. Yo relato esto en el libro: Un día estábamos viendo una cosa que se llama Fortalezas Voladoras, esos documentales sobre grandes aviones, estaban rugiendo los motores, ahí, en la tele, y mi madre sale de la cocina y me dice con ojos asustados: “Biniyikú”.
¿Antes de ese momento usted conocía esa palabra?
No, pero allí me di cuenta que hay sonidos que uno recuerda siempre. O sea, en Lima uno puede diferenciar el estallido de una llanta frente al de un coche bomba, por la educación auditiva que hemos tenido. Entonces, ese rumor de los motores siempre llevó a mi madre hacia su infancia. Siendo una mujer de setenta años, ese rumor la tomó de su comodidad limeña y la instaló en medio de un incendio o la muerte de alguna compañera. Lo interesante en estas escenas de guerra es que mis padres las contaron con un sentimiento en el que había un trauma muy escondido, pero no como para heredarnos nada. Por ejemplo, mi padre no comía camote porque durante la guerra y parte de la posguerra se alimentó solo de eso. Y se dijo que cuando pudiera, no lo comería más.
Sus padres emigraron dos veces al Japón, primero niños y luego ya mayores, ¿por qué?
Porque estábamos en plena hiperinflación. Estaba acabando el primer gobierno de Alan García y aparecía el outsider Fujimori. Parte de la idea de irse no solo fue económica, también huían de ese fantasma de la guerra, les habían contado que a todos los japoneses los recogían y los metían en campos de concentración en San Francisco.
¿A su padre no le gustaba Fujimori?
No le gustaba porque estaba metido en política. Una de las cosas que siempre me dijo fue: “Nunca te metas en la política activa, militante”. Creo que en los años ochenta ingresaron una serie de personajes nikkei dentro de la política, pero mi padre era bastante escéptico con respecto a esa idea. Así que ellos cerraron todo y se fueron, porque además les estaba yendo muy mal y yo recién estaba empezando en la pintura. Yo me quedé a cerrar el negocio de mi padre y el de mi madre. Ahora, se fueron y después volvieron cuando, muy orgullosos ellos, se dieron cuenta de que ya no podían trabajar en Japón, por un tema de edad. Regresaron a una especie de paz y quietud que Lima les ofreció. Mi padre falleció este año justamente, el siete de mayo. Y una de sus decisiones, de sus locas decisiones, fue que la mitad de sus cenizas fueran a parar a Paracas y la otra mitad a Okinawa.
¿Usted integró alguno de los colectivos de artistas que protestaron contra el fujimorato?
No, había un colectivo donde todos mis amigos estaban metidos. Yo no me metí, justamente siguiendo los consejos de mi padre, en el 2000 ya tenía a los mellizos. Lo más que podía trabajar eran obras que reflejaran cierta situación, hacía banderas, por ejemplo. Yo siento que Fujimori fue elegido porque en este país, como en todos los países, nos dejamos llevar por las apariencias. Hemos votado por un gringo, un exmilitar, un cholo, un sombrero. Por todos lados nos dejamos llevar por las apariencias, por algo que nos venden, y al final somos la sumatoria de una serie de insatisfacciones. Por eso, yo ya no creo mucho. Me he vuelto un descreído total.
¿Cuántas veces ha estado en Japón?
Dos veces. Una fui de vacaciones, antes de que tuviera a los mellizos. Fui a visitar a mis padres en 1998, con Luz Letts. Hicimos un viaje de conocimiento. Justamente ese viaje de conocimiento me sirvió mucho para saber qué cosa era yo, que yo era peruano.
¿Fue a Hiroshima?
Fui a Hiroshima, recorrimos todo, llegamos hasta Okinawa. Lo único para lo que no nos alcanzó el tiempo fue para visitar el norte. Después, en una segunda oportunidad, fui para una exposición en un sitio que se llama el Museo del Pequeño Mundo, donde, en la parte peruana, expusimos Venancio Shinki, Carlos Runcie y yo. En todas partes fue muy aleccionador, porque, así como hablé sobre las apariencias que pueden hacer que un hombre gané una elección, yo iba cargando mi apariencia de japonés en un sitio que estaba lleno de japoneses y la apariencia, como nos lo ha aprobado la política, no es lo único que se debe tener, sino que las cosas deben nacer desde adentro, y mi japonés de adentro es prácticamente nulo, hay una gestualidad, hay una manera de hablar, hay una manera de contactar visualmente que en Japón es diferente.
Claro, usted alguna vez ha dicho: “Mi exterior japonés no se condice con mi interior peruano. Soy sillao con Inca Kola”.
Claro. Cuando estábamos en los aeropuertos y pasaba una de estas manadas de turistas japoneses, yo me levantaba y los seguía, me mezclaba entre ellos y cuando regresaba le preguntaba a Luz qué tal. Ella me decía que jamás iba a ser un japonés. Me decía: “Tienes una manera de caminar, tienes una vestimenta totalmente diferente y tu cara, aunque eres japonés, un japonés neto, hay algo que no funciona, no sé qué es”
Hay una anécdota que es interesante. En el viaje a Okinawa su padre lo llevó a ver una tradicional pelea de mangostas contra serpientes, pero lo que me llama la atención es lo que vino después, lo del brebaje y todo aquello, ¿es real?
Es totalmente real, o sea nos llevó casi como con un empuje infantil a una arena circular, era como un coliseo de gallos. El espectáculo duró cinco segundos. O sea, un tipo sacó la serpiente de una bolsa y el otro, de una cajita, sacó la mangosta. La mangosta mató a la serpiente en segundos. Yo creí que ya había acabado y luego mi padre me dice: “Vengan, vengan por aquí”. Y a la serpiente que habían matado la estaban desangrando en una botella, después mezclaron esa sangre con un líquido que a mí me hizo recordar mucho la guinda de Huaura, una especie de cosa dulzona, oscura. Y de pronto mi padre dice: ¡Kanpai!, que es salud en japonés. Nos miramos y tomamos. Y él decía que eso fortalecía la salud integral, pero especialmente la sexual. Y esto ocurrió, si mal no me acuerdo, en enero de 1998 o tal vez en diciembre del 97. La cosa es que en diciembre de 1998 nacieron los mellizos, pero no quiero saber si fue eso, pero es muy muy gracioso, porque era esta cosa medio salvaje de Okinawa.
Hemos hablado de su dificultad para encajar en el molde japonés, hablemos del Perú, ¿qué es la peruanidad para usted?
La peruanidad, para mí, es mi grado de indignación. O sea, de pronto en el Japón pueden descubrir que un funcionario desfalcó al gobierno con 300 millones de dólares o yenes, o lo que sea, y yo voy a decir: “Ya pues, sucede”. Pero aquí me relatan cualquier cosa, por más mínima que sea y me indigna totalmente, comienzo a sulfurar, y digo: “Puta madre, por qué de nuevo tenemos que estar viviendo esto”. Yo, habiendo votado desde el 78, por la Asamblea Constituyente, y después en el 80 por las presidenciales y así, hasta llegar a hoy, puedo decir que esto es una suma de indignaciones siempre y de estar defraudados.
Es una buena definición.
Sí, yo creo que la peruanidad es una manera de molestarse, una manera de estar molesto siempre. Como dice Silvio Rodríguez: “La rabia es mi vocación”. Es eso, es indignarte al ver las noticias. Y también es que alguien te diga siempre: “Por qué sigues mirando las noticias”. Y uno responde que le interesa, a pesar del hígado y todo eso. Esa es una manera de peruanidad. Y también es una manera de tomar el tiempo. ¿Cómo así? Ser peruano son los noventa minutos de un partido, veinte minutos de un cebiche, tres minutos de cantar el himno, las dos horas de visita a Machu Picchu, el segundo en el que Gallese tapa un penal. También son esos tiempos, esos momentos en que aparece esta peruanidad, esta cosa que te reviste, este mini terremoto en el que tú sientes que estás perteneciendo a algo, que estás conectado a algo. De allí viene nuestra costumbre de ver series gringas donde se menciona la palabra Perú. Andamos siempre buscando la palabra Perú o las referencias. Eso es porque estamos recostados en una especie de sueño, de ficción a veces.
¿Cómo vivió su padre la peruanidad? Le pregunto esto porque usted cuenta en el libro que él sufría mucho cuando veía los partidos de la selección peruana de Akira Kato contra el poderoso Japón.
(Se ríe) Él sufría porque quien se estaba jugando el honor era Akira Kato, por ser japonés, y si tandeaban al equipo japonés, cosa que no ocurrió, al menos por ese lado, ya se quedaba medio tranquilo. Pero también se sentía mal por Akira. Era una fricción de amores. A mi papá, por ejemplo, no le gustaban las películas de guerra.
Porque siempre perdían los japoneses.
Claro, siempre perdían los japoneses, y yo recuerdo mucho haber ido con mi padre y con mi abuelo a ver una película de los años 70, que se llama El día en el que Japón se hundió, una película en la que hablan ficticiamente de que la isla se hundía en el océano, era como una Venecia asiática, y todos los japoneses se iban en unos barcos a varios sitios y lloraban. Después de esa película, él llegó muy silencioso a la casa, porque él país que él recordaba se había hundido también, ya no estaba.
En la clase media ochentera siempre se habla del “chino de la esquina”, que es el bodeguero que tiene la tienda más grande del barrio, pero por lo que veo en su diccionario parece que este personaje no era chino sino japonés. ¿Diría que hemos vivido autoengañados todo este tiempo?
¡Yo era el chino de la esquina! (Se ríe). Bueno, entre chino, chinito o chino concha tu madre, hay varias acepciones y hay varias situaciones. Yo era el nieto del chino de la esquina. Y yo creo que se usa la palabra chino porque es más rápido que decir japonés. Aunque sí hubo un momento en el que se hablaba del japonés de la peluquería. Pero lo del chino de la esquina es algo más grande, toda mi familia era el chino de la esquina. Y también éramos parte de los relatos que hablan sobre el chino de la esquina, que hablan sobre esa bodega en la que yo estaba y de la que era parte.
De hecho, su primer trabajo fue en la tienda de su padre,
Sí, mi padre tuvo un bazar de ropa genérica en el Mercado Central. Yo aprendí ahí. Mi primer trabajo fue en esa tienda, en la sección de ropa femenina. Yo veo a una mujer y sé su talla de brassier, 36B, 40C. Aprendí esas nomenclaturas, y también qué cosa era un calzón faja, qué cosa era un fustán, que cosa era un portaligas o cómo se colocaba. Todo eso lo supe a la edad de 14 años y virgen, por supuesto.
A una edad bien hormonal.
Sí, sí, pero apenas estaba entrando en ese lío. Yo era vendedor, pero era un fracaso total. El bazar de mi padre me enseñó a vender, me enseñó que al otro lado de cualquier cosa siempre está una persona. De pronto el tono amable de este libro sea eso, alguien que está ofreciendo un momento, igual que en la pintura.
En la pandemia se escribía cartas a sí mismo. ¿Lo sigue haciendo?
Hasta ahora, sí. Son como pequeñas indicaciones, yo comencé a escribir más durante la pandemia. Yo siempre digo que las cuatro patas de mi mesa son los tres chicos y Luz. Y en la pandemia eran el apoyo, eran todo. Y todas las casas se habían convertido en islas. Escribía cosas sobre la pandemia, sobre el amor, y muchos de estos textos los posteaba en Instagram. Eso, de alguna manera, me ayudó a sobrellevar ciertas cosas. La idea del arte estuvo muy cercana a la de antiviral. Y, bueno, yo aproveché para acabar la maestría de escritura creativa.
¿Y se siente cómodo como escritor o a veces se siente como un intruso que está entrando en caminos que no le corresponden?
Siendo pintor yo me siento muy fresco, muy conchudo. Siendo escritor ya me siento más seguro de al menos poder plantearme una idea y desarrollarla. La maestría en escritura creativa te enseña a leer. Lees diferente, ves costuras, estructuras, ves el detrás de cámaras, el detrás de las escenas. La maestría también te enseña a creer en muchas cosas, en que puedes escribir, a tener fe en lo que escribes. Y los cuentos de este libro han pasado por una edición hecha primero por Giovanna Pollarolo, y después por Mayte Mujica, que fue mi editora, de látigo. Yo podía presentar unos relatos o algo así, y ella me los devolvía con hemorragias de correcciones en rojo.
Una pregunta final. En alguna parte del libro dice: “La infancia es el reino de la imaginación y el vago recuerdo de tu hermana diciendo que todo saldrá bien”. ¿Se queda con esa definición?
Sí, yo tenía asma y mi hermana... Por cierto, alguien tendría que escribir sobre sobre personas que crean y que tienen asma.
Son muchas.
Son un montón. Pero, te decía, yo tuve una infancia de miedo, porque me ahogaba mucho, fue un asma que felizmente se fue en la adolescencia, y mi hermana me cuidaba. Mi hermana me decía que todo iba a salir bien, aunque estuviera tosiendo. O sea, me quedó esta idea de que la infancia es también una especie de territorio de la esperanza.