En el caso del terrorismo la información de que se dispone es escasa, pues el adversario es anónimo, sus motivos son cambiantes y sus capacidades desconocidas. – Jessica Stern
A fines de enero, el presidente de Chile, Sebastián Piñera, se apartó del tema COVID-19 para condenar “los graves hechos de violencia y de terrorismo que han ocurrido desde hace ya algún tiempo en las regiones del sur”. Así desglosó de la violencia la palabra “terrorismo”, la más difícil de pronunciar para cualquier gobernante democrático.
Algunos recordaron contactos electrónicos entre jefes de las FARC colombianas y militantes comunistas chilenos. Otros aludieron a agentes venezolanos de Nicolás Maduro. Los más memoriosos –es decir, los más antiguos– descubrimos semejanzas entre lo que está sucediendo en la Araucanía y lo que sucedió en Ayacucho en los años de Sendero Luminoso (SL). Uno de estos me consultó y yo dije “bingo”.
Sí, ya sé que ni en la sociedad ni en la naturaleza funciona el copy and paste. Pero tampoco está de más comparar fenómenos como el terrorismo, en países contiguos y con sistemas democráticos. Hacerlo, sin pretensión pontifical, permite entender mejor a quienes inician o avivan el fuego purificador.
Como testigo de la emergencia del terrorismo senderista y del que está activándose en Chile, anoto las siguientes coincidencias estructurales.
La primera es una prehistoria común. En el origen remoto del tema están las polémicas intramarxistas de la Guerra Fría, que llegaron a su clímax en los años 60. SL fue fruto de escisiones en cadena del Partido Comunista prosoviético, en el contexto del conflicto China-URSS y, luego, de la Revolución Cultural china. La retórica de quienes realizan acciones terroristas en Chile revela una genealogía similar. Es la que empleaban las minorías trotskistas, anarquistas, castristas y maoístas, dentro y fuera de los partidos de la Unidad Popular (lo más seguro es que solo los ancianos de esas tribus estén enterados).
La segunda dice que, en ambos países, las acciones prototerroristas comenzaron a gestarse lejos de las capitales respectivas y bajo dictaduras militares. Esto las abrigó con la indiferencia centralista y les dio una especie de pasaporte político. Para disidentes poco ilustrados podían ser una “vía corta” para derribar a los dictadores... y después se vería.
Tercera, en cuanto contraélites minoritarias, los terroristas buscan una plataforma social amplia. En el Perú fue el campesinado, con base en las tesis neomaoístas de Abimael Guzmán y con epicentro en Ayacucho. En Chile, es el pueblo mapuche de la Araucanía, en función de tesis sin firma conocida, que antagonizan a los nacionales con los “pueblos originarios”.
Cuarta, el mutuo recelo bloqueó el traspaso a los gobiernos de la transición democrática de la información de inteligencia -sesgada o no- acumulada por las dictaduras. Como efecto inmediato, los gobiernos peruano y chileno no contaron, de inicio, con ese instrumento indispensable.
Quinta, por añadidura, hubo retardo en el diagnóstico. Antes de hacer visible la realidad terrorista, el presidente Fernando Belaunde optó por atribuirla a la violencia sin apellidos, la delincuencia común, la delincuencia rural o la delincuencia narco. Fue un escapismo con causa que, en el mediano plazo, conduciría a un punto de no retorno. Es posible que, también en el mediano plazo, el reconocimiento del presidente Piñera se haya producido con retardo.
Sexta, con esos antecedentes, los terrorismos que se comparan parten con una ventaja importante: sus estrategias insurreccionales, propias de minorías coherentes, se ejecutan contra gobiernos que representan mayorías electorales, pero sin estrategias idóneas para concitar una unidad nacional consistente.
Séptima, con base en la ventaja anotada, los terroristas tienden a profundizar las divisiones internas, provocando a las fuerzas constitucionales. Suponen que el desborde de las policías, en cuanto encargadas del orden y seguridad, expandirá el pánico social y conducirá a la intervención castrense. Esto es, a la aplicación de una fuerza sin entrenamiento policial, que evoca las polarizantes dictaduras del pasado reciente.
Octava, en su crecimiento, el terrorismo concita el apoyo de antisociales varios y jefes del crimen organizado, entre los cuales destacan los narcos. Es un sistema de seguridad mutua, con alto poder corruptor, que impone peajes extorsivos a la población. Esto aún se percibe en el VRAEM peruano y hay indicios de que el fenómeno se estaría manifestando en la Araucanía chilena.
Novena, entre 1980 y 1992, el terrorismo de SL instaló en la opinión pública la idea de que su desarrollo se debía a la debilidad de los gobiernos democráticos. Lo propio estaría sucediendo en la opinión pública chilena, en el marco de una clase política desprestigiada, un gobierno de bajo rendimiento en las encuestas, heridas no cerradas tras la represión y una prolija desinformación periodística.
Décima, la plataforma de todas las semejanzas es el subdesarrollo democrático -mayor o menor- de nuestros países. Su paradigma está en los políticos sistémicos que no se asumen como defensores del Estado democrático de derecho, que tanto costó recuperar y que tanto los privilegia. Soslayando la violencia terrorista o estimándola como un atajo para sustituir a un gobierno débil, elevan los costos de combatirla dentro de la ley y con respeto a los derechos humanos.
Tras la dictadura militar bicéfala, Fernando Belaunde es reconocido como el único mandatario peruano, democráticamente elegido, que se retiró con dignidad.
Hoy parece claro que no podía levantar una estrategia antiterrorista en tiempo oportuno, pues SL se hizo visible justo cuando volvía a Palacio Pizarro. A partir de ahí, llamar “abigeos” a los terroristas no fue simple debilidad suya. Fue conciencia de que el problema, aparentemente intempestivo, no tenía solución en el marco de la democracia recién recuperada.
El APRA, la gran fuerza política de ideología revolucionaria, ya no estaba bajo la influencia sabia y moderadora de Víctor Raúl Haya de la Torre. Los indicadores económicos del país apuntaban hacia el sótano. La policía no era competente para mantener la seguridad en la sierra. En cuando a los militares -que lo habían golpeado en 1968-, algunos pretendían supeditarlo y otros protagonizaban pleitos internos muy serios. Además, condicionados por su éxito contra una guerrilla de tipo castrista, ignoraban las complejidades de una insurgencia de tipo maoísta.
Mi hipótesis es que Belaunde se percibió, nuevamente, ante una opción perversa. En 1968 fue la de disolver el Congreso para convertirse en dictador. En 1980, la de delegar en las Fuerzas Armadas la lucha contra SL. La primera le pareció inaceptable. “Preferí llevar una cruz democrática que un símbolo totalitario”, dijo en 1987. La segunda lo indujo a postergar decisiones y a emitir un ultimátum escapista: “otorgué a los terroristas un plazo de 72 horas, durante los cuales no debían cometer ningún acto subversivo”.
Fue su tácita confesión de que no tenía opción ganadora y la gestión de sus sucesores lo confirmó. El terrorismo mutó en guerra interna, los militares admitieron una situación de “empate”, ese equilibrio socavó la institucionalidad y SL sólo fue derrotado cuando su líder carismático cayó detenido.
Por un sarcasmo del destino, la detención de Guzmán fue obra de la inteligencia policial, pero ya en el marco de una dictadura. La experiencia sufrida costó entre 50 y 70 mil vidas y dejó una herida en el sistema político que hasta hoy sigue sangrando.