“¿Qué haces aquí?”, se preguntó el enfermero Pablo Cárdenas de 26 años, mientras las bombas lacrimógenas caían a su costado. El pensamiento fue fugaz, sabía que en casa lo esperaba su madre, pero tenía que estar ahí. Hacía un instante había esquivado un proyectil de gas que casi le cayó en la cabeza. El humo, que se esparcía en segundos, lo estaba ahogando. Su mascarilla antipolvo no lo protegía lo suficiente. Más y más lacrimógenas seguían cayendo. Le ardían los ojos, le picaba la garganta, se estaba asfixiando, casi se desmaya, pero tenía que estar ahí porque se había comprometido como voluntario de la brigada de primeros auxilios y debía cuidar a los manifestantes.
Era el sábado 14 de noviembre, el día más feroz de la represión policial contra las protestas que rechazaban el gobierno de transición de Manuel Merino. Pablo y un grupo de brigadistas –jóvenes como él, paramédicos, bomberos, incluso universitarios– se habían dirigido a la intersección de las avenidas Abancay y Nicolás de Piérola en el Centro de Lima, porque la situación se salía de control. Llevaban un botiquín de implementos básicos para socorrer a los manifestantes que empezaban a ser reprimidos con más violencia por la policía.
Su misión era mantenerlos a salvo, sacar del tumulto a los que se ahogaban por el gas, darles paños remojados en vinagre para disminuir el efecto del dolor urticante o en agua con bicarbonato para neutralizar la irritación de los ojos. Llevarlos a zonas ventiladas, a veces hasta cargándolos: “A uno lo retiramos varias cuadras porque estaba cianótico, sus labios estaban morados por la falta de oxígeno”, cuenta Pablo.
No solo atendieron intoxicados, también, auxiliaron a lesionados por el impacto de perdigones, gente que sangraba por heridas abiertas en la frente, en los antebrazos, en las piernas. “Nunca había atendido ese tipo de lesiones, era la primera vez que asistía a una marcha como personal de salud”. Pablo conocía lo que era una urgencia, había trabajado cinco años como asistente en ambulancias, pero esta era una situación límite desconocida. “Las ganas de ayudar fueron mi motivación”, dice.
El enfermero se unió como brigadista el primer día de las protestas tras ver gente herida en las noticias. Después de su guardia como personal de monitoreo de pacientes COVID de la Diris Lima Sur, se dirigió al Centro de Lima. De hecho, convocó a un grupo de colegas vía WhatsApp, al que se sumó no solo personal de salud, también comunicadores, abogados, técnicos, que se ofrecieron voluntariamente a colaborar en todo lo posible, desde cargar las tablas de rescate hasta repartir botellas con agua entre los manifestantes, donaciones de ciudadanos que los contactaban por redes sociales. Hoy, el grupo bautizado como “Brigada Bicentenario” tiene 170 integrantes.
No fue la única brigada que dio soporte en la marcha. Fueron muchas. Se formaron de forma espontánea, se distinguían por sus cascos blancos con cruces rojas, aparecían de donde sea cuando alguien gritaba ayuda. Pablo dice que en lo que menos pensaba entre la multitud despavorida o cuando le limpiaba los mocos y las lágrimas a alguien –porque las lacrimógenas exacerban esas secreciones– era en la COVID, porque había superado la enfermedad meses atrás.
Uno de esos brigadistas voluntarios fue el que asistió a Inti Sotelo. Luis Sánchez lo encontró tirado en la pista de jirón Lampa: “Tenía un agujero en la parte derecha del pecho, estaba pálido, lo trasladamos entre varios hasta una van que lo llevó al hospital”, cuenta. El bombero de 30 años confiesa que el ruido de las detonaciones de los perdigones era aterrador. No se imaginó que los policías actuaran de esa manera y que las protestas tendrían un desenlace fatal: “Verlos ir contra nosotros era increíble, me sentía perdido”, agrega.