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Domingo

Ignacio Medina: “En el negocio de los restaurantes hemos vivido una mentira y ahora es el momento de afrontarla”

Crítico gastronómico. Periodista. Escritor.

larepublica.pe
Ignacio Medina

Dejó de usar monedas. Dejó de comprar esos cortes de carne que los supermercados venden a precios obscenos. Y aunque lo quisiera, prefiere decirle no al pescado fresco que entregan por delivery. Sus prioridades son otras. Ignacio Medina, el severo crítico de cocina que ha acompañado la evolución del boom gastronómico en nuestro país, habla de estos tiempos. ¿Cómo sobrevive este sector a la cuarentena y a lo que vendrá después? El crítico español no tiene las respuestas, pero sí un diagnóstico de la burbuja en la que vivían los restaurantes de alta cocina del país. “Ojalá hubiera un personaje como Gastón, con veinte años menos. Para la recuperación hace falta estar fresco, muy dinámico, y no tener ataduras”. Esa es su esperanza. Y esto es lo que piensa de lo que hoy hay en nuestros platos y fogones.

¿Es un hombre que disfruta de hacer el mercado?

Claro. Hasta que empezó esto iba dos veces por semana. Yo voy al mercado, paseo, compro y decido qué puedo hacer. A mí ir al mercado me enseñó, sobre todo, a cocinar de otra manera, a hacer platos antes que recetas. Es decir, yo no voy al mercado con la lista de las compras. Si quiero hacer un ajiaco, no pido 200 gramos de papas o de zapallos. Yo compro lo que veo rico, lo que me apetece. Y cuando voy comprando ya voy pensando. Si he comprado frejol blanco a lo mejor le puedo poner unos langostinos. No es una receta normal, no ha sido sacada de ningún libro, pero te permite volver atrás en la cocina, volver a lo que ha sido siempre, un apaño, una cosa de supervivencia.

Por lo que me dice, para usted el mercado es una aventura en la que hay que ir palpando, oliendo, viendo si los productos están buenos, algo totalmente sensorial.

Claro, algo sensorial y mental. Lo primero que yo hago cuando llego a una ciudad que no conozco es ir al mercado, porque allí está todo. El mercado te demuestra cómo es esa ciudad, cómo es su sociedad, te demuestra quién compra: el ama de casa o la empleada. Te enseña el cuidado que ponen al producto, la limpieza y eso denota un grado de desarrollo social, que habla de orígenes, raíces y vínculos. La verdad es que a mí me gusta más ir al mercado que cocinar. Es lo más fascinante que hay.

Y alguien que ama los mercados, ¿cómo vive este momento? En el que estos lugares son el principal foco de contagio del virus.

Pues, mira, yo iba al mercado Mendiburu de San Isidro, cerquita a La Mar, donde vivo, y a las dos semanas decidí no ir más, por una razón básica. Vi que el mayor peligro que había para mí era utilizar monedas y billetes. Una moneda pasa por muchas manos a lo largo del día y yo creo que allí está el problema del mercado como foco de contagio: es la utilización del papel moneda, la informalidad, que de alguna manera marca la vida de este país. Tener un botón de pago por tarjeta significa un gasto de 300 dólares, solo por tener el aparato. Y entonces entiendo que los vendedores no usen ese sistema, pero para mí es inviable pensar hoy que voy a utilizar monedas. Todas las que tenía las puse en un pote, en la primera semana de confinamiento, y allí están.

Entiendo su decisión. Sin embargo, hay gente que debe ir al mercado y allí se ha roto la regla del distanciamiento físico, ¿por qué nos pasa eso?

A ver, lo que pasa es que el distanciamiento físico que sí hay en el supermercado es algo forzado, obligado. Hay un señor que te dice que hagas la cola, hay unas marcas en el piso que te dicen dónde debes ponerte. Hay una señorita que te toma la temperatura. Entonces, hay una sensación de que pasa algo. Pero cuando no tienes a nadie en la puerta diciéndote qué debes hacer, se nos va la mano. Pero hay que ser fríos. Esto es grave. Yo tengo factores de riesgo. Tengo 64 años, diez kilos más del peso que debería tener, diabetes. He perdido familiares en esta pandemia.

¿Ha perdido familiares que estaban en el Perú?

He perdido a mi primera esposa, la madre de mis hijos, en el primer mes de pandemia. Y tengo a un hermano ingresado por una enfermedad ajena a esto, pero que de alguna manera guarda relación. Yo no puedo arriesgar ni ser frívolo con esto. He sentido la muerte cerca. Y esto no respeta a nadie. Mira, esta mañana acabo de mandar mi columna a El País. Y estaba hablando justo de ese tipo de comida, la de las carretillas, los huecos, la del mercado, de todos esos restaurantes que no pueden abrir. Y no lo pueden hacer por razones sanitarias, porque es imposible que cumplan con las normas de ahora, las recomendaciones de distanciamiento.

Habla de la comida popular, de las viandas y puestos que están en las calles.

Pero claro, no es posible que cierren el mercado de frutas y al día siguiente tener todas las calles alrededor llenas de ambulantes. Tenemos que cambiar y asimilar que esto es muy complicado, y que nos va a afectar como sociedad a unos niveles que ni siquiera imaginamos. Mire, yo escribo para un diario, soy un profesional, y esto me afecta, no tengo previsiones de ingreso para un año. Pero me pongo a pensar cómo le afecta a la señora que venía a limpiar una vez por semana a casa, o cómo le afecta al señor del mercado, ahora que lo han cerrado. O cómo le afecta al empleado del restaurante, cuando el dueño le diga que ya no lo necesita.

Hablemos de eso. En marzo escribió en El País sobre el impacto de la pandemia en el negocio de los restaurantes. Usted decía: “La crisis del coronavirus abre un tiempo diferente en un sector acostumbrado a vivir en un eterno juego de apariencias”. ¿Por qué?

Bueno, allí hablaba de la cocina media alta. Han entrado en una dinámica perversa, que piensa que vale en función de lo que aparezca en los medios. Y eso se hace a costa del propio negocio. No se hace una cuenta. Y al final, cuando profundizas en el negocio, te das cuenta que viven permanentemente en números rojos, que pagan la mitad de la nómina el día 1 y la otra mitad el día 20, cuando han facturado, y que no pagan a los proveedores. Al final, este juego de apariencias que se ha creado, sobre todo a partir de las listas, como los 50 mejores de América Latina, les lleva a vivir una vida que no les corresponde, una vida de lujo, de boato, en la que dicen: Ahora voy, ahora vengo, ahora viajo, ahora invito a este cocinero. Y al final, sus empleados cobran el salario mínimo, o no les pagan la seguridad social. Y a veces se gastan la plata en el video del congreso al que asistieron.

¿Estamos hablando de los grandes personajes del boom gastronómico?

Estamos hablando de los grandes cocineros que hay en Perú, y en Chile, y en Colombia. Esto no es solo de aquí. Sucede en toda América Latina. Claro, este sistema lo que te permite es decir que ya abriste una filial en Bogotá, y otra en Santiago, y en Madrid. Porque siempre hay inversores, porque hemos creado un modelo que no es real. Y el modelo que no es real es Gastón Acurio, básicamente. ¿Cuál es el modelo Gastón Acurio? Ese que dice: “Tengo 48 restaurantes y son exitosos, por lo tanto soy un empresario exitoso y todos me tienen como referencia”. Y hay inversores que se interesan, piensan que este es el negocio del siglo. Y cuando abren el restaurante y se dan cuenta de que un restaurante de alto nivel, bien gestionado, y permanentemente lleno, te puede dar un beneficio del 10% sobre el precio de factura, máximo, entonces dicen que no puede ser, y entonces recortan personal o compran productos de menor precio. En este negocio hemos vivido una mentira y ahora es el momento de afrontarla. Ahora que los restaurantes de lujo de Lima no van a tener turistas, que suponían el 97% de su facturación, van a tener que trabajar para el público local. ¿Y cómo lo van a hacer? ¿Van a mantener precios de 200 dólares en un mercado que está en contracción?

¿Y qué pasa con las escuelas de cocina? Alguna vez ha dicho que solo producen mano de obra barata

Hay una contradicción en las escuelas de cocina, porque en ellas cuesta más estudiar que lo que vas a ganar cuando trabajes.

¿Pero cómo es eso posible?

Es que están un 60% o 70% más del sueldo que vas a percibir si consigues trabajo. Estamos en un mercado en el que un cocinero en un restaurante de lujo, sin cargo, está ganando 1200 soles al mes. Luego hay un concepto, que es el 10% de toda la facturación, que se reparte entre todos los empleados. Hay algunos restaurantes en los que puede ser una cantidad apreciable, pero en el 99% de restaurantes el cocinero no entra a ese reparto.

Y todo esto, con la pandemia, es una burbuja que ha reventado.

A mí me lo decía Virgilio Martínez (dueño de Central), en una entrevista que le hice hace cuatro años. El otro día escuchaba la grabación. Decía: “Tengo que decir claro que esta es una burbuja llena de humo, y el día que se pinche nos va a ir mal”. Es que el desarrollo de la cocina está ligado al desarrollo social. Los restaurantes empiezan cuando aparecen las clases medias. Hasta el momento en que Francia creó los restaurantes, los cocineros estaban en las casas de la gran burguesía. En España, el desarrollo de la cocina empieza en los años 80, cuando su clase media estaba consolidada. Aquí estamos creando la primera clase media, porque Alan García se la cargó en los 80. En ese proceso, los turistas han convertido a la cocina en un espejismo, debimos crear propuestas de tipo medio.

Hablemos de las nuevas costumbres en esta cuarentena. ¿Qué tiene en contra de los tutoriales de tortillas de patata que se han publicado durante la cuarentena?

No (sonríe). Es que Instagram se ha convertido en el gran escaparate de la pandemia y todo mundo hace likes mostrando cómo cocina, y durante las primeras semanas todo mundo nos enseñaba cómo hacía su tortilla de patatas. Y yo recuerdo un cocinero peruano, en un tutorial, haciendo los mayores disparates de la historia. Freía las papas y luego las metía en el frigorífico. Cuando una papa se enfría y luego la vuelves a calentar, en mi tierra se llama zapatera, se pone correosa. La puedes enfriar, pero no meter al frigorífico.

Así que ese era el misterio.

Bueno, y también está que en España hay una gran pelea que divide al país en dos bandos: los que hacen la tortilla solo con papas y los que la hacen con papa y cebolla. Y se odian entre ellos.

¿Cómo?

Que sí, que se odian profundamente (se ríe). Y de pronto, ¡Bumba!, todo el mundo hace tortilla de papas en Instagram y eso se enciende. Es una cosa de la pandemia. Seguro que en tu Instagram te pasa como a mí, que entras y encuentras al menos a una persona cocinando y hablando, con 15 personas conectadas a esa transmisión.

Hay mucho alarde de lo que cocinamos en las redes.

Yo creo que ese es un fenómeno de lo que llaman movimiento foodie, lo que yo llamo cocina de Instagram.

El mundo de las apariencias.

La comida siempre ha sido un juego de apariencias. A los restaurantes hay gente que va a cerrar un negocio, a firmar un divorcio. Hay gente que va a impresionar a una señorita, gente que va a que le vean y si no le ven, a decir que ha estado, y gente que va a comer, que son las de las tres mesas del fondo a la derecha. Esa gente mira la carta por la parte de la izquierda, que son los nombres de los platos. Los otros miran por la parte de la derecha, donde están los precios.

Qué crudo todo.

Pero es que el desarrollo de las clases medias es ese: comemos para demostrar que podemos. Y entonces comemos mucho, en locales muy grandes, donde la comida también sea muy grande. Yo cuando voy a la sierra en Perú, veo que todos los productores están flacos. El que cultiva papa, come papa. Y el que siembra maíz, lo mismo. Todo el año. Quizá maten un cuy en el cumpleaños de la esposa o de la madre.

¿El delivery está demostrando que los orgullosos habitantes de la ciudad que quería ser la capital gastronómica de Sudamérica, los limeños, no saben cocinar?

No, a ver, la consecuencia más positiva de la pandemia es que la gente ha vuelto a cocinar. El delivery nos ha tardado unos meses en llegar. Hasta ahora lo que había de delivery eran unos sitios que te daban productos, yo que sé, canastas de verduras, pescados. El delivery es la liberación. Cuando los restaurantes abran sus puertas, habrá un par de semanas que eso se convertirá en Navidad. En España ha pasado con el vino. Un distribuidor me decía que nunca había vendido tanto, ni en Navidad, incluso los más caros.

¿Usted ha pedido delivery en esta cuarentena?

Dos veces. Una de esas cajas que te traen verduras del huerto. Y dejé de pedir porque la mitad de las cosas que me traían no servían para nada. Eran yerbas aromáticas, que están muy bien, pero que no las usaba. Además, tengo que pensar que la plata me debe durar hasta fin de año. Ahora mismo tengo que pensar en lo que compro. La vez pasada fui a Wong y dije: “me voy a dar un lujo”. Pero el kilo de entraña costaba 90 dólares el kilo. Y para medio kilo me pedían 150 soles. El otro día me pedían 220 soles para un kilo de lapa cocida. Pero, vamos, el kilo de lapa está a 8 soles en el puerto.

¿El delivery no es la negación de nuestra cultura gastronómica? Se lo digo pensando, por ejemplo, en el cebiche, que no se puede transportar en la caja de la moto.

No, claro. Ni el chicharrón de calamar o el de pescado. Cómo voy a pedir un pescado frito, que va metido en una caja, y va a llegar húmedo y pasado en cocción. No, en realidad a mí me parece que el delivery puede estar bien, pero hay que pensar lo que estás haciendo. Y no puedes plantear una carta de 60 platos para el delivery. No, el delivery no es para eso. El delivery solo es para cubrir gastos. ¿Y cómo puedes recortar gastos? Concentrando la oferta. Cuanto más larga sea la carta, más empleados necesitas, hay más pérdida en mercadería.

¿Por qué si tenemos enciclopedias de recetas antiguas, platos que han ganado concursos, variedades de tubérculos y frutos, volvemos siempre al viejo sabor del pollo a la brasa y las papas fritas?

Yo creo que allí tenemos un problema endémico, yo me incluyo: Estamos encantados de habernos conocido. Y como estamos encantados de habernos conocido, no somos capaces de hacer las tareas. La cocina peruana es casi infinita y sin embargo, en una ciudad como Lima y Callao, que tiene como 12 millones de habitantes, si quitamos los chifas y los nikkei, y repasamos las cartas, no encontraremos más de 40 platos diferentes. Vayas donde vayas tienes el cebiche, el tiradito, la causa, el cau cau, el mondonguito a la italiana, el chaufa, el aeropuerto…

Y encima de esa pirámide el pollo a la brasa.

Claro, el pollo a la brasa, que es un síntoma de eso que te decía: el estamos encantados de habernos conocido. El peruano está convencido de que el pollo a la brasa es invento peruano, como el panetón. Y no, el pollo a la brasa se ha hecho desde que hay pollo y hay fuego. Y el panetón se hace en Italia desde el siglo XVII.

¿Qué tendría que pasar para que usted haga cola en una pollería?

No, yo he ido a muchos sitios que nadie se imaginaría. Hay días que sales a disfrutar comiendo y días en que solo sales a comer. Yo cuando vivía en España paseaba por la Puerta del Sol y decía: bueno, voy a guarrear. Y he ido a sitios de hamburguesas, de todas las marcas. Igual que llamas al chifa, y te trae esas cajas llenitas de grasa (se ríe). Eso lo hacemos todos. No somos diferentes a nadie. Mira, comemos más con la memoria que con el sabor. Y cuando vas a un bar en mi tierra, estás reviviendo la mitad de tu infancia.

¿Qué pasa con los productores en esta pandemia? No se habla de ellos en este momento.

Yo creo que el productor es el eslabón más débil de la cadena y el que más va a sufrir todo esto. Mira, yo no tengo dudas de la salubridad con la que se produce en el Perú, y de las condiciones en las que se produce. Puedo tener dudas sobre la cadena de distribución, del transporte, o del sistema de venta de mercado. El tema es que hemos convertido al productor en un espejismo. Todo el mundo habla de ellos, todos los cocineros de alto nivel se toman fotos con ellos, se hacen videos, para luego mostrarlos en los congresos. Pero luego, quiénes les compran y cuánto les compran, a qué precios.

Son una coartada.

A ver, lo que pasa es que queremos tener un vínculo estrechísimo con el productor, pero a la mayoría nos cuesta entender que tienen todo el derecho del mundo a vivir con dignidad, pero no queremos pagarles. Lo que queremos son las tres b: bueno, bonito y barato. Esa es una brecha que se va a abrir, porque va a haber mucha oferta de productos y pocos restaurantes para comprarlos.