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Domingo

Lurgio Gavilán: “Ya no soy guerrillero, ya no soy del ejército, ya no soy monje, pero admiro todas las vidas que he vivido”

El antropólogo Lurgio Gavilán ha publicado Carta al teniente Shogún (Debate. 2019), un ejercicio de reflexión y memoria que, en clave epistolar, reconstruye su paso por Sendero Luminoso y agradece al militar que lo rescató del abismo, lo asimiló al ejército y le dio una segunda oportunidad. Domingo conversó con él esta semana.

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Un grupo de soldados rodea a un joven senderista. Llevan fusiles y granadas; chompas negras; gorros de lana; y tirantes unidos a correas, de las que cuelgan cartucheras y cantimploras. El subversivo tiene la ropa hecha harapos, llena de agujeros, y está recostado sobre una roca. Todo debe terminar en ese instante. Pero nadie dispara. Un oficial ha ordenado que cese el fuego. Es una mañana fría de marzo de 1985. En las alturas del cerro Razuhuilca, provincia de La Mar, una columna de Sendero Luminoso que se refugiaba en una cueva ha sido aniquilada. Los ronderos que acompañan a los militares insisten en que maten al muchacho, al único sobreviviente del grupo subversivo. “Wañuychiychik chay terrucuta” (Maten a ese terruco), gritan en quechua. Él no responde. Quiere repetir todas las consignas que le han enseñado, citar a Gonzalo, Marx o Lenin, pero solo atina a decir el nombre que le asignó Sendero Luminoso: “Me llamo Carlos”. El hombre que le ha salvado la vida tampoco le dirá su verdadero nombre. Durante los cinco meses que lo criará en la base militar de San Miguel solo dejará que lo llame por su apelativo: Shogún, como la miniserie japonesa-estadounidense que Panamericana Televisión estrenó en 1981. Luego, el mismo muchacho se enrolará como soldado, siempre bajo la supervisión de Shogún. Será parte de Los Cabitos y conocerá a otros jóvenes sobrevivientes de la guerra contraterrorista, con los que participará en incursiones y patrullas. Años después será fraile franciscano, antropólogo, catedrático. Lurgio Gavilán, el verdadero nombre del muchacho que fue tomado como prisionero en Razuhuilca, se dedicará a tratar de entender por qué ocurrió la guerra que enfrentó a peruanos contra peruanos. En 2012 escribirá un primer libro de memorias. Y otro más, Carta al teniente Shogún (Debate. 2019), mucho más íntimo, en el que dialoga con el padre que conoció en el bando enemigo. El mismo oficial, hoy ausente, del que habla en esta entrevista.

Lurgio, ¿quién es el teniente Shogún?

Es el jefe de una patrulla militar que operaba en la década de los ochenta. Él fue el teniente que me capturó cuando yo pertenecía a Sendero Luminoso, en las alturas de Ayacucho. Él es el teniente Shogún. No sé si logramos entendernos.

Ese día, el día que la patrulla del teniente Shogún interceptó a la columna de Sendero Luminoso que integrabas, ¿tú, Lurgio, estabas dispuesto a morir?

Sí. Nos habían enseñado eso. Pero yo esperaba la muerte porque había mucho sufrimiento, mucha hambre. Había un ritual que hacíamos todos los días, todas las tardes: Uno podía morir al rato y hacíamos una despedida. La mayoría esperaba la muerte, con la muerte uno podía estar más tranquilo.

¿Esperaban la muerte para descansar de los horrores de la guerra o para convertirse en mártires de Sendero?

No. En teoría decían que íbamos a hacer historia, que íbamos a ser mártires, pero la verdad es que no soportábamos tantas cosas.

En tu libro dices que otros jefes militares imitaron a Shogún y que luego de lo que él hizo contigo dejaron vivir a otros niños senderistas y los asimilaron al ejército. ¿Ese es el valor real del gesto de Shogún?

Sí, por supuesto. En mi primer libro (Memorias de un soldado desconocido. IEP. 2012) está narrado lo que vivieron otros niños senderistas en el cuartel. Lo de Shogún fue un gesto de humanidad, eran tiempos muy difíciles, se mataba niños.

Cuando recuerdas tu paso por Sendero, lanzas una pregunta: “No sé si éramos terroristas infames o luchadores sociales. ¿Qué cosa éramos?”. ¿Ya tienes una respuesta para esa interrogante?

No la tengo. Me pregunto estas cosas. Muchos dicen “estos monstruos sanguinarios”. Me pregunto por qué estábamos allí. Es muy complejo. Se me hace difícil dar una respuesta. Hay muchas zonas grises, pero hay gente que dice que solo hay blanco y negro, o eres perpetrador o eres víctima. Pero este conflicto armado fue distinto.

¿Qué fue lo más atroz que viste en Sendero?

Morirse de hambre. Vi a muchos senderistas morir de hambre.

Comían raíces.

Raíces, tierra, perros, caballos.

¿Perros?

Lo que había. Lo que se podía cazar.

Tú dices: “(Abimael) Guzmán era un monstruo, asesinábamos a nuestros propios compañeros”. Eso debió ser muy fuerte para un jovencito.

Sí, fue muy fuerte. Pero la vida normalizó todo esto. Eso era cotidiano, parte de la guerra. Si lo ves desde la ciudad, es atroz. Pero era muy normal eso, ver morir a tus compañeros, sangrando por las esquirlas. O que atacaras a las comunidades. Había que participar.

¿Quién fue Rosaura, Lurgio?

Cuando llegué a Sendero Luminoso, buscando a mi hermano, ella estaba allí. Fue la primera mujer joven que conocí. Hubo muchas veces que hicimos vigilancia. Hicimos una buena amistad. Siempre me animaba a estar allí, conversábamos, pasamos mucho sufrimiento, mucha hambre, y un día la mataron. Yo vivo con una culpa. Habíamos dicho que íbamos a morir juntos, o escaparnos, pero yo no cumplí mi palabra. Escapé para vivir. Me arrepiento de no haber muerto junto a ella. Me arrepiento de no buscar a mi hermano muerto. Eran tiempos de guerra, pero pienso que eso no es excusa.

Pero eras un niño. Qué culpa podías tener.

Éramos jovencitos. Yo tenía 13 o 14. Rosaura tenía 16. Éramos jóvenes pero nos sentíamos adultos.

¿Viste como cabito, ya en el ejército, algunas situaciones similares a las que viviste en Sendero?

Eran similares. Empezando por la disciplina, la pobreza, la obediencia muy vertical.

Eso es algo que no se dice. El ejército que representaba al Estado también era muy pobre.

Se vivía totalmente en pobreza. La ropa estaba agujereada. No había zapatos. Los soldados robaban a las comunidades. O les preparaban comida cuando llegaban a las comunidades.

¿Viste muchos abusos de los soldados contra las comunidades? ¿Viste crímenes sin motivo real?

Es que para identificar era difícil. Sendero Luminoso no decía “estoy aquí”. Estaba en todas partes. También había mucha gente que había venido de la costa a la fuerza, los habían llevado al cuartel Los Cabitos. Escuchaba “por culpa de estas comunidades, por culpa de Sendero estoy aquí”. Y tenían razón. Eran jovencitos, de 16 o 18 años, buscando a Sendero con el fusil.

¿La gratitud que sientes por Shogún no te ha llevado a idealizarlo? ¿No pudo ser él un violador de derechos humanos?

Eso es algo que aparece en el libro. La gratitud es lo que más resalta pero también aparecen otras cosas. Acá nada es blanco y negro. Tienes un ejército que es perpetrador pero al mismo tiempo tiene esta otra cara que es lo humano. Shogún fue un gran hombre, pero también estaba entrenado para matar al enemigo. Tampoco reniego con el ejército, allí encontré casa, familia, educación.

Cuentas que Shogún, cuando ya no estaba en la base, una Navidad, te envió de regalo una mochila verde y unos zapatos de cuero, ¿dirías que son los mejores regalos de Navidad que te han hecho?

Sí. Quizá. Duraron una eternidad. En Sendero Luminoso tuve unos zapatos de jebe…

Los “sietevidas”…

Sí. Se rompían y se parchaban. Y los seguí usando en el cuartel porque no había zapatos. Shogún buscaba pero no había. Algunos eran grandes, talla 40, pero no me quedaban. Yo era 34. Siempre estuve con los mismos zapatos hasta que estas cosas llegaron una Navidad. Era un paquete que decía “Para Carlitos”. Sus compañeros me decían: “Shogún te ha mandado”. Siempre pensaba que él llegaría para la próxima Navidad, pero nunca volví a verlo.

¿No sabes el nombre de Shogún?

No, todos usaban seudónimos.

Carlos Iván Degregori te recomendó buscar a Los Cabitos, los chicos que fueron soldados junto a ti, ¿tuviste éxito? ¿Los encontraste?

Sí los encontré. Eso está narrado en la segunda edición de mi primer libro, todo lo que vivieron está narrado allí.

¿Y ellos recuerdan a Shogún de la misma manera que tú?

No lo recuerdan. Recuerdan a otros militares que los salvaron. Shogún vivió solo 5 meses conmigo.

¿Y ellos, los otros cabitos, han leído tus libros?

Sí, leyeron uno. Nos hemos encontrado por la publicación de “Memoria de un soldado”. A veces hablamos, nos tomamos un café, para recordar la vida. A pesar de todas esas cosas, nos hemos superado, nos hemos levantado. Seguramente tenemos algún problema con nuestras memorias, estas cosas viajan a veces como un río subterráneo, para hacernos daño. A veces lloramos, caminamos en silencio. Algunos no pudieron estudiar. Yo estudié gracias a Shogún y a otros militares que me dieron oportunidades.

¿Por qué te convertiste en fraile franciscano?

(Se ríe) Habían unas monjas muy especiales, extraordinarias, misioneras de Jesús Verbo y Víctima. Ellas nos acompañaban en las patrullas, nos hablaban de Dios. Llevaban ropas, ostias, a los pueblos devastados por la violencia. Ellas me hablaban de Dios y me gustó. Creo que siempre estuve buscando algo de justicia social entre todo esto que pasaba. Ellas hablaban de eso, de amor al prójimo, en medio de los maltratos a las comunidades campesinas. Ellas me animaron a estudiar. Ya era otro tiempo. El tiempo del conflicto ya no era muy intenso. Ya habían capturado a Abimael Guzmán. Por eso me animé y dejé el ejército.

¿Y eres católico ahora mismo?

No. Ahora no soy nada. Ya no soy guerrillero, no soy del ejército, no soy monje, pero admiro todas las vidas que he vivido. Vivo agradecido también. Aprendí muchas cosas en las vidas que me tocaron.

En el noviciado sacaste algunas conclusiones sobre el concepto de Dios. En tu primer libro dices: “No había ni Adán ni Eva, ni diluvio, ni Abraham. Esos personajes solo eran ropajes literarios para explicar cosas más importantes (…) Por, último, ni dios existía como persona; pues decía el padre que si existiese no tendría sentido ser Dios. Dios estaba en el tiempo y el espacio. Dios era el bien y el mal. Dios era nuestro prójimo”. ¿Sigues creyendo eso?

Eso es lo que me enseñaron muy bien. Dios es prójimo. Dios no está en el cielo o en otra parte. Creo en eso. No hay un cielo, un limbo, no hay un infierno. Son como personajes, no existen. Pero sí existe nuestro prójimo. Y hay necesidad de vivir en grupo. Sin el otro es imposible vivir. Somos personas gregarias.

Conociste a dos cardenales, Juan Landázuri Ricketts y Juan Luis Cipriani, ¿qué recuerdas de ellos?

Recuerdo que en sus cumpleaños Juan Landázuri venía al convento de Los Descalzos, en Lima, allí vivía yo. A veces venía también a hablarnos. Hablaba de los franciscanos, nos animaba mucho. Celebrábamos muy bien los cumpleaños, con buena comida, con vino. Luego murió el viejo Landázuri, cantamos en su funeral, lloramos mucho. También recuerdo al otro, a Cipriani. Cuando quería iniciar mi carrera de fraile, las monjas me llevaron con él (Cipriani fue obispo auxiliar y arzobispo de Ayacucho de 1988 a 1999). Me decían: “Es buena gente, recibe al que quiere ser fraile”. Pero allí tengo un mal recuerdo, porque me botó, literalmente.

Te botó porque te preguntó si al ejército entraban prostitutas.

Es que yo tengo que contar las verdades cuando me preguntan, no podría contar otra cosa. No le gustó lo que le dije. Además era del Opus Dei, y yo creo que no servía para ese grupo. Luego tocamos la puerta de los franciscanos. Ellos me preguntaron: “Dónde has estado”. Yo les dije que en el ejército. Y ellos me respondieron: “Muy bien, necesitamos soldados”.

¿Como misionero franciscano volviste a ver la crueldad de la guerra?

Sí. Mucha gente venía para hablarnos. Cuando estuve en Puerto Ocopa, habían casas de los franciscanos en las que se criaba a los niños huérfanos de la guerra.

¿A qué nombre te sientes más cercano? ¿Al camarada Carlos, al Sargento Primero Gavilán o a Fray Lurgio?

(Se ríe) Mis niños me dicen Lurgio. No me dicen papá. Me siento más cómodo cuando me dicen Lurgio. O “Carlitos”, cuando me encuentro con los exsoldados, con mis compañeros.

Es el mismo nombre que usabas en Sendero.

Ah. Es que yo quería morir ese rato. Cuando me atraparon los soldados, me preguntaron cómo me llamaba. Y dije: “Carlos”, pensando que allí terminaba todo. Como escucharon ese nombre, siempre me llamaron así.

Tú querías ser enfermero, ¿por qué estudiaste antropología?

Sí, quería estudiar enfermería. Fui monje bastante viejo. Y no sabía mucho de estas cuestiones de ciencias sociales y antropología. Alguien me recomendó que me inscribiera, estudié en la Universidad de Huamanga. Yo creo que en segundo año empezó a gustarme, entender al otro, entenderme a mí mismo.

¿Dirías que la antropología te ha ayudado a entender tu propia historia, las circunstancias en las que viviste?

Me ayudó mucho. Creo que la antropología me ayudó mucho para ser más libre, para estar tranquilo, fue como una catarsis. Y la escritura también me ha servido para pensar lo que nos pasó, más allá de juzgar a la gente y decir: “Estos son malos, yo soy el bueno”. Esa no es la tarea del antropólogo. La tarea del antropólogo es comprender al otro, más allá de juzgar. Para juzgar al otro tenemos a los abogados.

Empezaste a escribir tus memorias en el convento.

Sí. En una segunda etapa en el convento había mucho tiempo. Escribía para mí. Nunca escribí para que lo leyera otra gente.

¿Y la carta al teniente Shogún dónde la escribiste?

Mira, tenía una pequeña cartita desde que él se fue, una mechita, una notita. La tenía guardada hasta que se rompió. Después, en México (donde estudió su maestría y su doctorado), empecé escribiendo dos hojitas. Así las tenía. Hasta que me animó José Carlos Agüero: “Escríbele a Shogún”. Y así empezó todo.

Dices en tu libro: “Somos los soldados de un conflicto que pudo evitarse si el Perú no tuviera tantas separaciones y brechas”. ¿Eso ha cambiado hoy?

Esa es una buena pregunta que me hago también. Mira, toda la historia del país, particularmente la de la región Ayacucho, está caracterizada por la pobreza, la desigualdad, la violencia. Sí hemos cambiado. Hoy tenemos carreteras, luz, pero las brechas aún son tremendas. Hay gente que vive el día a día. Les pagan 30 soles por día. Y no saben qué pasará mañana. Hay gente que vive en invasiones, año tras año, sin agua, sin desagüe.

Ahora eres maestro en la Universidad de Huamanga.

Sí, aquí aprendí, me formé como antropólogo. Y ahora esto devolviendo todo eso. Estoy compartiendo con la academia, con los alumnos, ayudando a pensar un poquito.

Es interesante que alguien trate de interpretar qué pasó cuando surgió el terrorismo, desde las aulas de la Universidad de Huamanga, cuando precisamente Abimael Guzmán salió de allí.

Sí. Yo no estaba enterado de que estudió aquí.

¿Es una presencia fuerte dentro de la universidad o nadie habla de él?

No, nadie habla de él. Aunque hay un estigma, gente que dice que en la universidad hay gente violenta. Pero somos gente tranquila, gente que escribe.

¿Hay posibilidades reales de que vuelvas a ver a Shogún?

Algo me han dicho. Aunque no sé cuántos años tendrá, quizá 50. Me basta con que haya podido escribirle, con que alguien pueda leerme. Este libro también está escrito para mis paisanos, para mi familia, para los peruanos.