Hay un mundo literario con un hijo llamado ficción, y un hermano que se hizo más popular por estas regiones, bautizado como lo Real Maravilloso. Por: Ybrahim Luna (*) Cajamarca ha sido la cuna perfecta para la expectativa de un espacio paralelo, herencia de las culturas española e inka, de su encuentro, postulados, fascinaciones y miedos. Ambas culturas convivieron como los lados de una moneda, entre la pasividad y la inevitable trasgresión de sus componentes. No toca aquí juzgar ni criticar qué fue o no verdad, sino indagar simplemente de qué está compuesta la tradición oral y escrita que nos formó una cosmovisión de creencia y fe; dejando, por lo tanto, intacta la dimensión del misterio. Los albores de la magia pueden rastrearse hasta la misma contemplación del mito y de su seguida aplicación a la realidad palpable y simbólica. Siempre se ha hablado del “susto” y de “la limpia”, ejemplos perfectos de cómo cuadrar lo abstracto de los conceptos a lo práctico de las resoluciones. Siguiendo ese molde es que se han presentado, en síntesis, muchos de los fenómenos real-maravillosos que han llenado la tradición primaria del pueblo cajamarquino, la clásica ecuación causa-efecto, culpa-castigo. Y hablamos de una “realidad” que, aunque aún presente como costumbre, se terminó disipando en su esencia por el arrastre de la civilización. Alguien diría que la luz eléctrica y el agua potable se llevaron la posibilidad de contar historias a la luz de la vela y de reflejarse en una fuente de agua natural. Los faroles iluminaron las calles y las carreteras abrieron nuevas vías. El pueblo se convirtió en ciudad y se centralizó la prisa. En el campo, todavía apacible, parecieron refugiarse esas dimensiones surrealistas que huían del cegador vértigo de los postes y taxis. El hombre de la zona rural, el que trabajaba la tierra y descansaba temprano, estaba más propenso a formar parte del juego de las fuerzas mágicas de esa realidad paralela. De esa realidad que le enseñaba a no transitar por lugares “malos” en “horas pesadas”. Que le enseñaba los signos del mal agüero y el cómo ahuyentarlos con ritos y rezos. Que le trazaba una línea imaginaria entre el bien y el mal, entre el sentido común y la costumbre. Que le enseñaba el “uso” ancestral de las plantas y animales. Y esos conocimientos se transmitieron por el medio más poderoso de comunicación, y el que estaba siempre a la mano: la palabra. La palabra tiene el poder de maldecir y curar. Es a través de ella que se daba cuenta de las intenciones que el ser tenía con su entorno, ya fuese para pedir o entregar algo. La palabra era -y es- el cuento vivo, el relato que eriza. A través de la palabra fue cómo los descendientes de la cultura inka mantuvieron viva una parte de su cultura. Así también cómo pudieron ajusticiar a sus ancestros; así, cómo sus mitos se impusieron sobre la pradera. Identificando claramente, y desde entonces, a buena parte de lo malo como una extensión física de lo europeo: los duendes cajamarquinos, por ejemplo, los que son de algún modo la reencarnación privada de los invasores, tan “gringos” y blancones como los españoles; las mujeres (las duendas), rubias tentaciones a la perdición en el fondo de los puquios; el diablo, barbudo y colorado, con su cigarro y sus botas que sacaban chispas como hacendado de novela modernista; el cura, representante de una moral falsa y represiva, perdería la cabeza en un pacto extraoficial (el cura sin cabeza); la mujer del cura, convertida en mula por su laico pecado, dejaría un triste rastro de azufre por donde pasara (trotara). Etc. Así fue cómo los pobladores del Ande terminaron heredando los miedos que una cultura foránea difundía a través de la religión. El impacto era previsible, y las preguntas abiertas. ¿Cómo emparentar a un Dios omnisciente y único con una cultura ricamente politeísta, que creía tanto en el sol, en la hoja de coca, como en Catequil, el dios del rayo? ¿Cómo aceptar de buenas a primeras un concepto de dogmas culturales que criticaran, según un ojo juzgador, todas las costumbres del dominado? ¿Cómo aceptar una creencia ajena que no respetara el sentir del pueblo, y que lo considerara pagano como reconocimiento para su “necesario exterminio”? (*) Colaborador y escritor de "Criador de pilotos" en poesía; y "De corresponsal a cómplice" de cuentos. Encuentra su columna Hotel de Paso, todos los jueves en La República.pe.