Todo empezó con un palo de escoba y una lata como micrófono. La niña Susana Baca quería ser cantante, así lo cuenta en El bautizo de la cometa, la breve autobiografía que ha publicado la Municipalidad de Lima. Esa carrera no solo la ha llevado a los grandes escenarios del mundo, a reunirse con grandes artistas y en grandes conciertos, sino también a acercarla a gente humilde, a quienes ella siente que les presta su voz.
Su voz, misma gladiadora, acaba de ganar el Latin Grammy 2020 en la categoría mejor álbum folclórico. Su disco A capella, con pura voz, dejó en el camino al ritmo colectivo de las gaitas y otros géneros. Un ramillete de canciones en donde ella se defiende sola.
¿A capella es acaso una propuesta, la más desnuda, de lo que es el canto?
Claro, por supuesto. La voz está sola, expresando todo, sin instrumentos. Es la voz, pero también la convicción de hacerlo, porque también es una propuesta física. Es valerse de sí misma, he tenido que ser valiente para hacer eso.
¿Qué la llevó hacia esa propuesta?
Ricardo Pereyra, mi esposo. Él me indujo a este proyecto. Me hizo recordar que yo cantaba así hace tiempo. Él me conoció cantando a capella, le gustó mi voz y mi manera de hacerlo. Entonces, cuando me vio un poco desesperada en el confinamiento, me dijo: “Susanita, canta... canta como cuando te conocí, cundo cantabas a capella”.
Eso fue una idea maravillosa porque eso me permitió desahogar mi alma. No sabes cómo me sentía, el miedo, el pánico de enfermarme me dejaba sin voz. La cantidad de muertes, el dolor de amigos cercanos. Estaba en el punto de la desesperación. El canto fue un alivio, fue algo así de comunión con la gente ausente que estaba en la misma condición que yo. No podía llamar a los músicos a casa. El virus me obligó a cantar sola.
Según su biografía El bautizo de la cometa, su madre y sus tías eran bailarinas. ¿Pudo ser bailarina?
Sí, fue una tentación muy fuerte. Tú sabes, los pueblos afros cantan y bailan. Ese es mi origen, yo canto y bailo. Hace algunos años me tocó ir a Nigeria, a cantar en coro, entonces me asombró ver cómo esos jóvenes, hombres y mujeres, cantaban y bailaban el “Toro mata” al mismo tiempo. Eso es natural en nosotros.
Se me dibuja una escena en que usted, entre sus tías, así como que entre esos grandes árboles que el viento los mece, hay también un árbol chiquito, abajo, que se mueve...
(Risas) Así era yo, entre mis tías. Además, me decían baila bien, “qué van a decir, esos negros no bailan bien. ¡Baila! ¡Qué es eso!”. Me corregían.
Cuando la recuerdo plantada en el centro del escenario, la remisión más lejana de esa imagen está en su libro cuando dice que su micro era una lata y un palo de escoba...
(Risas) Sí, así como los niños tenían su palo de escoba, que era su caballo, para mí, mi palo y mi lata era mi micro.
Ha podido ser popular y tener éxito como cantante romántica, pero no, usted se hizo cantante poética, con temas solidarios, justicieros. ¿Dónde empezó?
Lo primero que recuerdo es mi aula de niña, lo que me pasó allí. Llegó una maestra de la danza y quiso formar un grupo de ballet en la escuela y yo me dije, a mí me va a escoger. No me eligieron.
En realidad, no eligieron a las niñas con rasgos indígenas o de negro. Solo las niñas blancas podían bailar el ballet. Eso me dolió bastante. Recuerdo mucho a mi madre diciéndome que no sufriera, que yo valía mucho. Quizás eso me hizo más adelante recapacitar en la situación de los negros, de los marginales en el Perú. Por eso también creo que estudié para maestra en la Cantuta.
El trabajo en la escuela le acercó más al Perú...
Así es. A mí nadie me lo ha contado. Trabajé en el Agustino y en Tarma y comprendí su vida y el gran esfuerzo por vivir. Tanto trabajo para que después le paguen un real por sus productos que vendían para Lima. Todo eso me hizo sentir una mujer, no solo afro sino una peruana de todos los rincones. No, no es que yo pasé por allí ya está. No, a mí me dejaron huellas muy fuertes. Estuve allí, con los olvidados del desarrollo del Perú.
Ribeyro le dio la palabra a los mudos, Susana Baca les dio el canto...
Creo que eso es un privilegio enorme y hermoso que me dio la vida, el de estar con esas mujeres de la periferia, que organizaban sus comedores y luchaban por leyes que las beneficien. Ellas me pidieron una canción, que es emblemática, “María Landó”, poema de César Calvo y música de Chabuca Granda. Esa canción habla de estas mujeres. A mí me abrió las puertas del mundo.
Tengo entendido que por ser de poeta no querían grabarla.
Eso me decían las disqueras, de poeta, no. Canta otra cosa.
O sea, no solo tuvo que cultivar su voz sino también hacer prevalecer su piel...
En el Perú es así.
Cuando de niña le negaron la beca, se volvió rebelde. Así como nos dicen a los cholos, se nos subió el indio, a usted se le subió la cimarrona...
Sí, sí, se me subió la cimarrona, se me subió el negro (risas). Eso me hizo inconforme. Comprendí perfectamente lo que siente mi pueblo. Por eso también me dediqué a conocer y a estudiar su música.
En casa de Chorrillos, en su callejón, también vivía gente andina, ¿verdad?
Claro, y mi padre era músico de todo el callejón. En una fiesta se zapateaba huayno y se zapateaba negro. Tocaba para todos.
Cuando fallece un cantante criollo, hay todo un ceremonial, hasta acuden presidentes, como fue el caso de Alan García en el velorio de Zambo Cavero, pero cuando muere un artista andino no ocurre nada. El Indio Mayta se fue sin pena ni gloria.
Eso es verdad. Florencio Coronado muere y fue como si no se hubiera muerto o como si hubiera muerto un don nadie.
¿No cree que desde las altas esferas se mira de soslayo los artistas andinos?
Sí, pues, cuando me tocó ser ministra de Cultura yo organicé homenajes especiales para muchos músicos, los de Cusco, por ejemplo. Así como a ellos, había que reconocer a otros, para eso necesitamos que se apruebe la enmienda de la ley del artista para que los reconozca. Esa ley del artista salió chueca. Esa ley no está completa.
¿Qué le falta?
El seguro social y todo lo que usted está señalando. Esa ley tiene que enmendarse.
Chabuca Granda es una gran artista y se merece lo que se está haciendo por el centenario de su nacimiento, pero también Zenobio Dagha cumple cien años y no se ha hecho nada...
Zenobio Dagha, ¡qué maravilla! Alicia Maguiña escribió muchísimo sobre Zenobio, el gran violinista. ¿Es su centenario? Mira, recién me entero porque me lo dice. Zenobio es un grande y hay que agitar su nombre para que se haga algo grande. Ah, también es el centenario de Jesús Vásquez. Hay que agitar sus nombres, que no queden en las sombras.