Mientras escribo estas líneas aún no han sido rescatados los cuerpos de los jóvenes esclavizados que murieron carbonizados dentro de un container mientras laboraban falsificando fluorescentes. Sus madres, dignas en su pobreza, solo siguen clamando justicia mientras dicen “estoy destrozada” y pocos las escuchan. Entretanto los bomberos, contra fuego e incandescencias, intentan recuperar los cadáveres. El locus de la muerte es tremendamente simbólico: como sabemos el contenedor es un objeto donde la mercadería contemporánea es guardada para ser trasladada y comercializada. Los containers (contenedores, en español) son hechos de aluminio, madera contrachapada pero, casi siempre, de acero porque deben de cumplir con el ISO 668 y mantener medidas estándar. Nadie debería trabajar adentro de un container, ni de cruzar la frontera escondido en un container, ni mucho menos vivir en un container. Pero esas cajas metálicas inmensas son utilizadas en todos estos usos indebidos. Algunos lo hacen por necesidad; otros por “moda” y otros también por codicia y por maldad. Los primeros containers se utilizaron en 1956 para transportar mercadería de Nueva York a Houston; hoy en día hay tanto contenedores de metal que se han dejado de usar que, en Estados Unidos y en Europa son reutilizados para espacios como oficinas provisionales o aulas urgentes, acondicionados con ventanas y puertas accesibles. Exacto, leyó bien: a-con-di-cio-na-dos. Hay toda una propuesta arquitectónica basada en la reutilización de los miles de miles de containers que, por costos, no vuelven vacíos a su lugar de origen. Pero el container, en su esencia mercantil, presupone un espacio de lo vendible y hoy la fuerza de trabajo es comercializada como lo más despreciable de lo vendible en una economía centrada en el inversionista y su capital, y no en el trabajador como ser humano. Por eso, estar encerrados en la empaquetadura natural de una mercancía, orinando en botellas y pidiendo que les pasen agua por las ranuras superiores, aparentemente no le importa a casi nadie. Ni al ministro de Trabajo ni al alcalde de Lima. Menos a los empresarios, con SAC y RUC, pero produciendo objetos ilegales no por “viveza criolla” sino por codicia. Tampoco a los inspectores que, por 200 soles cada puesto, podían dejar de mirar los tremendos containers en el techo de la antigua fábrica Nicolini, que alguna vez albergó a obreros en planilla, con baños y hasta duchas. El encierro en el container es un síntoma del descalabro del empleo digno en un país cuya prioridad dejó de ser el trabajador. Jovi Herrera y Luis Huamán Villalobos fueron objeto de trata de personas, por supuesto, pero sobre todo fueron considerados desechables. Dos jóvenes llenos de futuro carbonizados porque no significaban casi nada en la cadena comercial que los usó o tan poco que ni siquiera pensaron en re-utilizarlos: sus cuerpos y sus vidas llenas de vida, eran menos importantes que el container que les serviría de tumba.