Es hora de darse cuenta de que todos los teléfonos inteligentes graban, algunos de ellos incluso a pesar de sus dueños. Algunos botones se machucan solos y producen registros indeseados, cuyo posible interés, perverso o justiciero, aparece más adelante. De modo que el teléfono puede sumar chuponeadores involuntarios a los deliberados. El mayor problema son estos últimos. Como el teléfono está presente en prácticamente todas las conversaciones, no hay manera de ejercer la discreción en su presencia. No solo por nuestro interlocutor. También por las máquinas que graban a la distancia, a través de los muros. De modo que ni siquiera basta la mutua confianza. ¿Qué hacer? Un código que erradique a los teléfonos de las reuniones capaces de comprometer parece una solución. Pero como estamos ante aparatos muy ocultables, las malas intenciones siempre tendrán un punto de ventaja. Salvo que aparezca y se difunda un detector infalible de teléfonos ocultos. No queremos imaginar el ambiente de esas reuniones. Una incomodidad adicional es que algunos tienen la costumbre de colocar su teléfono sobre la mesa, a la vista de todos, mientras que otros prefieren guardarlo en el bolsillo. Además en esta época los celulares ya no suenan, ni siquiera vibran, y a veces ni emiten lucecitas. Como si estuvieran diseñados para el secreto. Algunos sostienen que quien no dice nada incorrecto no tiene nada que temer de las grabaciones. Aunque no es tan así. Lo que se dice, sobre todo en política o en los negocios, depende de un contexto, y esto vale aun más para la charla informal de quienes se sienten en confianza. Lo grabado a veces tiene una cierta manera de relativizar la inocencia. Cuando sabemos que hay programas capaces de intervenir en todas nuestras máquinas, los peligros del teléfono parecen menores. Pero el problema de los teléfonos no es de un asunto entre máquinas, sino de una relación entre personas, en la cual se pierde la noción misma de lo privado, indispensable para casi todas nuestras actividades. El asunto parece claro, pero no lo es tanto. Hay posturas radicales para las que grabar es un derecho, que el grabado concede al emitir sonidos en presencia de otro. Algo así como que si Dios no hubiera querido que se grabe, tampoco hubiera permitido que se añada esa función a los teléfonos. ¿Qué hacer? Un código que erradique a los teléfonos de las reuniones capaces de comprometer parece una solución.