El contralor Edgar Alarcón está en racha. Primero fue la denuncia que demostró cómo había cometido falta grave cuando, siendo vicecontralor, ejerció una actividad lucrativa —la compra y venta de autos de lujo junto a sus hijos—, algo que la Ley Orgánica de la Contraloría prohíbe expresamente. Pronto apareció una grabación donde se lo escuchaba presionando a un auditor para que retirara una denuncia hecha al Congreso sobre este tema.Enseguida supimos que, no contento con su aventura empresarial (que quiso justificar diciendo que él era «aficionado al tema de los fierros»), cuando se desempeñó como gerente de finanzas de la contraloría, la madre de sus hijos menores fue liquidada con casi 130,000 soles, un disparate si tomamos en cuenta que su sueldo era solo de 3,500 soles.Luego nos enteramos de que también lo habían denunciado porque adquirió dos terrenos que pertenecían a la municipalidad de Camaná cuando se desempeñaba como gerente general de la contraloría. Luego los vendió, obteniendo un lucro de más de 30,000 soles.Todo esto sin mencionar el extraño episodio del audio grabado al ingenuo ministro de Economía Thorne, el intento de nombrar al conspicuo fujimorista Juan José Díaz Dios como coordinador parlamentario de la contraloría o de minimizar la frustrada adquisición de 980 computadoras por el Parlamento diciendo que se estaba haciendo «ruido por cinco millones».¿Alguien sometido a tantos y tan graves cuestionamientos sigue siendo idóneo para un cargo que debería encarnar la mayor pulcritud y neutralidad política? ¿Puede ser contralor quien se muestra incapaz de distinguir el bien del mal y no sabe hacerse a un lado para evitar que su presencia siga contaminando a una institución que depende de su prestigio y autoridad moral?Pero si todo esto no era suficiente, a Alarcón se le ha ocurrido abrirse un nuevo frente, y le hizo llegar una amenazante carta notarial al humorista Carlos Álvarez, donde le exige que lo deje de imitar: «Si hiciera caso omiso al presente requerimiento, tomaré las acciones legales que correspondan contra los que resulten responsables, en cautela de mi honor y buena reputación».¿Con qué autoridad puede dirigir el principal órgano de control estatal una persona incapaz de aceptar las críticas, incluso las hechas en clave humor? ¿No debería ser el primero en mostrarse tolerante, cuando lo suyo es cuestionar las actuaciones ajenas, obligado como está a cautelar la legalidad del gasto público? ¿No le quitan suficiente tiempo sus obligaciones, sumadas a los quebraderos de cabeza en los que se ha metido, como para dedicarse a estas tonterías? ¿Cuánto más daño se debe permitir que le haga a una institución fundamental alguien que ahora encima demuestra haberle perdido el miedo al ridículo? ¿Qué espera Edgar Alarcón para irse a su casa?