Es sabido que una democracia no es solamente un orden jurídico o un aparato institucional, sino también una realidad cultural. Esto último significa que una democracia se funda en valores compartidos sobre la forma en que las personas deben tratarse mutuamente. Tolerancia, respeto, consideración, humanidad, son algunos de esos valores que subyacen a la legalidad democrática y le brindan legitimidad.Por esa razón resulta sorprendente y perturbador observar que en nuestra sociedad se ponga en cuestión de forma recurrente y con ligereza algunas de esas convicciones que, como se ha dicho, deberían constituir la base misma del consenso democrático. Que ello sea posible nos habla, por un lado, de la precariedad de un sistema de educación incapaz de formar ciudadanos que internalicen principios esenciales, y, por otro lado, de una elite política muy poco persuadida de la necesidad de preservar tales valores y, en ocasiones, hostil a ellos.Un ejemplo de lo dicho es la ligereza con la cual se relativiza la importancia de los derechos humanos y la obligación de protegerlos mediante la acción de la justicia. No es infrecuente oír a políticos y líderes de opinión hablar de indultos, amnistías u otras formas de impunidad para violadores de derechos humanos sin ponderar seriamente la gravedad de los temas de los que están hablando. Por el contrario, se discuten temas de violaciones de derechos humanos como si se estuviera hablando de faltas triviales. Y, por lo general, cuando se habla de otorgar impunidad a los culpables, el tópico dominante es la conveniencia política de tal impunidad; lo que está siempre ausente de estas conversaciones, en cambio, es el derecho de las víctimas y su dignidad. Las discusiones sobre los pedidos de indulto a Alberto Fujimori, responsable de delitos calificables como crímenes de lesa humanidad según el derecho internacional, son un muestrario cotidiano de esa indiferencia que linda con la frivolidad o con el cinismo.Un fenómeno parecido se presenta en el tema de la discriminación racial. Es esencial para cualquier democracia que se busque la equidad y el respeto universal, sin excepciones ni matices, para todos los ciudadanos. En un país como el nuestro el racismo ha sido históricamente una de las más perniciosas barreras contra la realización de la democracia y ha sido causa de incontables injusticias y de enormes sufrimientos para una gran parte de la población.Contra el racismo es necesario edificar instituciones y reglamentaciones que impidan la burla, la marginación y el maltrato a la gente en razón de su color de piel, de su lengua o de cualquier otra característica análoga. Sin embargo, cuando se trata de elaborar o de aplicar reglamentos con ese fin –por ejemplo, sancionar la exclusión de espacios públicos por motivos raciales o prevenir el racismo en la televisión– hay quienes critican esos esfuerzos como una hipersensibilidad injustificada y pretenden banalizarlos con la etiqueta de “políticamente correcto”.Lo cierto es que, más allá de leyes e instituciones, nos hace falta todavía construir un consenso democrático que es, también, un consenso civilizatorio. Para ello se precisa una mejor educación, pero, además, una clase política más ilustrada, menos prisionera de la simple demagogia y el cálculo de intereses.