Hace unos días circuló una información sobre los hábitos de lectura en el Perú. Según esta, la población de nuestro país lee en promedio un libro por año. Se trata de una cifra de escándalo que debería movilizar de inmediato a las autoridades competentes para modificar esa tendencia. Podrán existir otras mediciones con resultados ligeramente distintos. Pero es innegable que el hábito de lectura entre los peruanos es mínimo. Hay diversas maneras de enfocar esta realidad dramática. En esta oportunidad, más que centrarme en los aspectos pedagógicos del fomento de la lectura, quisiera resaltar las dimensiones político-culturales de esa situación. Una sociedad que no lee es una sociedad que no se informa y que no cultiva el hábito de la crítica ni la educación de su juicio. Y tal sociedad es el más fácil pasto de la demagogia y de ciertas formas de dominación y engaño que confían, precisamente, en la obediencia ciega y en el temor o el desinterés en la verdad. Las autoridades políticas nos dan cotidiano ejemplo de la degradación de una democracia cuando no se lee. Nos estamos acostumbrando a oír de congresistas y otras autoridades afirmaciones absurdas sobre diversidad de temas, declaraciones cuya única fuente son el prejuicio y la ignorancia. Sobre temas como la defensa de los derechos humanos, la promoción de la igualdad de género, la reivindicación de los derechos de los diferentes grupos étnicos y hasta el significado de la propia democracia, oímos cotidianamente dichos que deberían hacer avergonzar a cualquier ciudadano promedio. Si las autoridades las pronuncian sin escrúpulos es porque en el fondo confían en que la sociedad en general no estará apta para notar sus sinsentidos o en que no le interesarán. El desdén por la educación, por la cultura, por la información y el estudio han ido ganando carta de ciudadanía. Hace pocos días nomás un alto representante de la Iglesia Católica decía que el Perú “no necesitaba academias” sino solamente orar. Se trata de un auténtico llamado al cultivo de la ignorancia; un llamado temerario e incluso insolidario en un país donde tanta gente necesita de una educación de calidad para mejorar sus perspectivas de vida. Definimos la democracia, entre varias formas posibles, como un régimen en el cual todos vemos nuestros derechos reconocidos y estamos habilitados para ejercerlos efectivamente. Difícilmente se puede llamar democracia a una sociedad donde los derechos ciudadanos existen solamente de manera nominal, como un reconocimiento formal en la Constitución, pero sin visos de hacerse realidad. Y los derechos se hacen realidad no de manera pasiva ni mediante la espera de un favor, sino afirmándolos, criticando al poder, exigiéndolos, ejerciendo nuestra capacidad crítica. El goce efectivo de los derechos no es viable ahí donde se condena a la mayoría de la ciudadanía a vivir en la oscuridad de la desinformación y en la conformidad monótona. Vivir en medio del prejuicio, organizar la coexistencia alrededor de ideas heredadas de manera inercial, de ideas ajenas a todo examen, es una forma de desnaturalizar a una democracia para convertirla en una sociedad de súbditos. Contra todo eso la lectura, el ansia de conocimiento y de pensamiento autónomo, son antídotos tal vez no suficientes, pero sí indispensables. Nuestra democracia requiere más lectura, es decir, más ilustración ciudadana.