A partir del caso de la tuitera española Cassandra Vera, condenada a un año de cárcel por burlarse del asesinato a manos de la ETA en 1973 del almirante Carrero Blanco, presidente de gobierno de la dictadura franquista, y de la propuesta, aquí en el Perú hace unas semanas, de una congresista fujimorista para que se prohíban las caricaturas de Carlín (Carlos Tovar) por hacer mofa de los parlamentarios, me parece oportuno plantear una reflexión sobre lo que puede significar para nuestra sociedad “lo políticamente correcto”. Si bien ambos casos son bastante diferentes, los dos expresan un rechazo a lo que podemos llamar ironía y un cierto llamado de parte del Estado, de los políticos, de los medios de comunicación y de algunos intelectuales para que se ponga por delante la “corrección política”. Estos casos que son un extremo porque ponen en cuestión la libertad de expresión, pueden verse también como parte de una tendencia creciente que se observa sobre todo en los países desarrollados y en particular en EE.UU., de intolerancia frente a cualquier expresión que afecte la sensibilidad de algunas personas o de determinados grupos o sectores sociales Muy diferente, por ejemplo, de lo que ocurrió en Francia con ocasión del atentado contra la revista Charlie Hebdo en que la defendió su derecho de burlarse y hasta denigrar a musulmanes, judíos, cristianos y demás religiones. En el artículo de Javier Benegas y Juan M. Blanco, “Y si Clint Eastwood tuviera razón”, se presentan numerosos ejemplos al respecto, sobre todo en el ámbito universitario que terminan afectando la carrera de algunos profesores. Y si bien se puede poner como ejemplo las sanciones que existen en algunos países de Europa para todos aquellos que nieguen el Holocausto y se mofen de las víctimas, lo cierto es que todos estos casos remiten a dos temas: a) la libertad de expresión, que no es lo mismo que la libertad de prensa, ya que ésta se sustenta en la libertad de expresión, y b) los consensos que existen en las sociedades respecto a determinados temas y hechos. Benegas y Blanco sostienen que la “corrección política” no es solo producto de un pensamiento “que cree que el monstruo desaparecerá con solo cerrar los ojos”, sino también que se erige en una autoridad para dictaminar “que es políticamente correcto y lo que no” y que lo hace, por lo general “favor del establishment y de los grupos de presión mejor organizados”. En ese sentido, “la corrección política es una forma de censura, un intento de suprimir cualquier oposición al sistema. Y es además ineficaz para afrontar las cuestiones que pretende resolver: la injusticia, la discriminación, la maldad”. En realidad no es más que un recurso ante “la dificultad de abordar los problemas” y que frente a la “fatiga que implica transformar el mundo, optan por cambiar simplemente las palabras, por sustituir el cambio real por el lingüístico”. El resultado, para estos autores es Donald Trump: “tarde o temprano el virulento efecto péndulo invierte las magnitudes, la gente acaba hastiada de tanta censura, y como reacción… vota a Donald Trump. Renunciar al libre discurso, al libre pensamiento, para evitar herir la sensibilidad de algunos: es peligroso “porque pone en cuestión los principios de la democracia”. Sheldon Wolin afirma que toda autoridad política es al mismo tiempo una autoridad lingüística, lo que nos plantea un tema clave en política: si el nuevo lenguaje de lo que llamamos “políticamente correcto” coincide o se aleja de la vivencia cotidiana de la gente común. Wittgenstein afirma: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Por eso me temo que estamos no solo frente al choque de dos lenguajes y de dos mundos, sino también frente a dos o varias verdades porque “verdad y falsedad son atributos del lenguaje” (T. Hobbes). No es casual en nuestro país, que los fujimoristas –que serían la expresión de lo “políticamente incorrecto” - califiquen a sus opositores de “cívicos”, “caviares” y hasta de “pitucos y terroristas” con la clara intención de señalar su carácter “elitista” y distante del pueblo. Lo que pretende el fujimorismo es decir “nosotros somos del pueblo”, los opositores no. Lo plebeyo estaría supuestamente “representado” por ellos. Este, acaso, es el principal problema de los sectores progresistas que limita su crecimiento. Por ello, si el sector progresista quiere crecer tendrá que disputarle las bases populares al fujimorismo en el lenguaje y en los hechos y demostrar que es una real alternativa de cambio del país.