De la tragedia del terremoto de 1970, en el que murieron en pocos minutos no menos de 80,000 personas, aprendimos de la extraordinaria capacidad de resistencia y reacción del pueblo peruano. También de errores de un Estado que quedó sobrepasado por la dimensión de la tragedia. El terremoto ocurrió exactamente a las 3:25 de la tarde del domingo 31 de mayo. A las 5:00 pm ya me estaba desplazando a Ancash, donde permanecí hasta fines de ese año en localidades diversas de la cordillera negra, sorteando ríos que habían cambiado de rumbo por el derrumbe de montañas, llegando a pequeños pueblos totalmente colapsados. De lo mucho que aprendí en ese año, pude constatar varias cosas dentro de las que destaco tres. Una primera –y fundamental– la extraordinaria fuerza y capacidad de la gente. Personas que habían perdido casi todo se levantaban. Eso lo estamos viendo vivamente ahora en rincones en donde la desgracia ha tocado a casi todos. Desde aportar su mano de obra para reconstruir la escuela o generando respuestas imaginativas para organizarse enfrentando la adversidad. Y compartir. Desde techos con sus vecinos, agua y alimentos, abrigo. Sin ese vivo tejido social, creativo y proactivo, se estaría en la antesala del “sálvese quien pueda” o del todo vale. Por otro lado, constaté en la experiencia del 70 que autoridades locales en algunos casos estaban en acción más para beneficiarse –o sacar su “tajadita” de la ayuda– que para cumplir su función. Cierto que eran tiempos de gobierno militar en los que la autoridad local no era elegida sino designada. En el presente parecería que conductas como esa han sido más bien aisladas; en eso, seguro, tiene mucho que ver la vigilancia ciudadana y los canales democráticos existentes. Bueno por eso. Y mucha vigilancia. En tercer lugar, la reacción del Estado en ese entonces fue un “combo” de simplismo y dimensión faraónica de respuestas que no funcionaron. De la destrucción del 70 salieron algunas buenas ideas –como reconstruir Huaraz– y otras no tan buenas. Por ejemplo, crear un monstruo burocrático y presupuestal que se suponía haría milagros para la reconstrucción. ORDEZA, CRYRZA, y otras siglas que se sucedieron, son recordadas más como ejemplos de ineficiencia o corrupción que por otra cosa. No hay que repetir ese error; felizmente descartada ya la idea de un “zar” de la reconstrucción. No basta, sin embargo, con eso sino definir cómo se van a hacer las cosas. Con el Estado dramáticamente ineficiente que tenemos es improbable que la reconstrucción funcione o, al menos, dentro de un plazo razonable de 3 a 4 años. ¿Recursos? Ese no es el problema central. El Fondo de Estabilización Fiscal cuenta con más de US$ 8 mil millones, diseñado para usarse precisamente en circunstancias como ésta. El reto es hacer que el paquidérmico Estado funcione y que lo haga sin corrupción. Lo que no debe ser, por cierto, a costa de paralizantes acciones de control sino de apoyo y asesoría para que los honestos no “metan la pata” haciendo algo que no sea perfectamente legal. La gran traba institucional está, sin embargo, en la superposición de competencias de distintos espacios gubernamentales. Esto puede acabar paralizando la reconstrucción. Por ejemplo, las carreteras. El gobierno central sólo tiene competencia sobre el 16% de las vías nacionales, otro 15% son administradas por gobiernos regionales y un 69% por gobiernos locales, débiles y con pocos recursos. Si esa disfunción no se resuelve, las vías más alejadas quedarán completamente de lado. Para que eso no ocurra, la acción del Estado debe estar concentrada. Y conducida desde un gobierno central que coordine, eso sí, con los espacios regionales y locales. La reconstrucción nacional es un reto demasiado enorme como para que vaya a ser fuente de otra frustración nacional en la que, de nuevo, pierdan los más pobres. Se hace urgente una norma de emergencia para ajustar esto; no debería haber trabas en el Congreso tratándose de una prioridad tan clara.