Hay plagios textuales, como estamos viendo y, seguramente, veremos más, a menos que las tesis sigan desapareciendo misteriosamente de archivos y bibliotecas universitarias. También los hay de identidad, en donde se usurpa el ser de una persona viva. Este es el tipo llamado Doppelgänger, el doble fantasmagórico que el novelista Jean Paul, en 1796, fue el primero en definir. Lo llamó “el que camina al lado”. Ese acompañante en la sombra, como el espectro del padre de Hamlet, es el dilema edípico de Keiko Fujimori. Su conflicto interno, que las circunstancias de la coyuntura política han hecho que discurra a vista y paciencia de todos, no es pues ningún secreto. Ningún analista serio piensa que ella posea calidades excepcionales que justifiquen su primer y lejano lugar en las encuestas. No se le conocen rasgos destacados de estadista, ni ha presentado un plan de Gobierno que haya encandilado a los electores. La inmensa mayoría de su voto firme se debe esencialmente a su apellido. La nostalgia por el clientelismo de su padre, así como el orden autoritario instaurado tras el catastrófico primer Gobierno de Alan García, alimentan la esperanza de que ella sea la versión más amable y comunicativa de Alberto Fujimori. Incluso puede que, tal como ha anunciado su hermano Kenji, cuyo candor es digno de agradecimiento pues anuncia en voz alta el inconsciente del núcleo duro del fujimorismo, hayan quienes estén dispuestos a renunciar a ciertas libertades a cambio de mejoras en la seguridad, por ejemplo. Pero el Perú de Alberto (y Kenji) no es el mismo que el de Keiko. Y ella lo sabe. Su conflicto insisto, es que no puede ganar la segunda vuelta sin matar, simbólicamente, a su padre. Y al mismo tiempo, sin su padre ella no es nadie. Matarlo es suicidarse. Para darle una vuelta de tuerca mayor a esta historia digna de Sófocles, Keiko de Lima (a diferencia de Edipo de Tebas) ya fue pareja de su padre. Como recordamos, cuando su madre fue torturada y expulsada de Palacio, ella ocupó el lugar de Primera Dama. Ahora la trama se adensa más. Esta vez tiene que ocupar el lugar de su padre, cuyo fantasma flota en cada una de sus apariciones. No es suficiente cambiar el color de los polos o sacar de la lista a personas asociadas a los crímenes de quien la precedió en la dinastía, como Aguinaga, o a su defensa delirante, como Martha Chávez, o echarle la culpa de todo a Montesinos. Lo paradójico de esta situación es que, pese a todas las evidencias y sentencias, hay 30% de peruanos nostálgicos de esa época, en donde las instituciones fueron destruidas una a una. Sobre todo, pese a esos gestos, todos seguimos viendo el espectro sin el cual ella no existe. Por ahora se beneficia del escándalo de los plagios seriales de Acuña. En segunda vuelta su conflicto será protagónico. Entonces nos corresponderá a los electores confrontarnos con ese dilema que es, no lo olvidemos, el de cada uno de nosotros: ¿Vamos a regresionar a épocas infantiles o seremos capaces de asumir nuestro destino colectivo como adultos responsables?