Nadie esperaba mucho del discurso de este martes, donde Barack Obama insistió en la necesidad de implementar nuevas medidas para controlar la violencia con armas de fuego, como el análisis de antecedentes de los vendedores. A estas alturas Obama ha hablado más de quince veces sobre este asunto, y no ha conseguido mermar la fuerza del lobby de las armas ni torcerle el brazo a la Asociación Nacional del Rifle (NRA). El inmovilismo hace que todos los años se sigan registrando cerca de 30 mil muertes por armas de fuego en los Estados Unidos, al ritmo de un tiroteo con víctimas múltiples por semana: un genocidio amparado constitucionalmente, que no tiene cuándo acabar. Con el rostro torcido por la frustración, Obama dijo: «No podemos aceptar esta carnicería como precio por nuestra libertad de portar armas». Luego enumeró algunas de las matanzas estudiantiles más estremecedoras de los últimos años: Virginia Tech, Santa Barbara, Columbine. Cuando mencionó la Escuela Elemental Sandy Hook de Newtown, Connecticut, donde 20 niños y seis adultos murieron masacrados a balazos en diciembre de 2012, no pudo más y se quebró. Una tras otra las lágrimas le cayeron por la cara y tuvo que hacer una pausa para continuar a duras penas, con la voz quebrada: «Cada vez que pienso en esos niños me enfermo». No es habitual ver llorar a un político, menos a un Presidente. Endurecidos en el combate por el poder, pocos son capaces de mantenerse en contacto con sus verdaderos sentimientos, y la gran mayoría prefiere esconderse detrás de una máscara que los hace irrompibles. Aunque no estuviera especialmente inspirado, las lágrimas de Obama transformaron su discurso del martes en una ocasión memorable. Algo parecido ocurría con el Presidente de Uruguay, José Mujica, que cuando hablaba era capaz de emocionarse hasta las lágrimas con bastante frecuencia. Por eso, porque llevaba sandalias, manejaba un volkswagen viejo y hablaba como le salía, a Mujica los columnistas conservadores comenzaron a calificarlo de «impresentable». Imagino sus caras cuando «The Economist» nombró a Uruguay «país del año», gracias a las reformas emprendidas por su gobierno. Una vez vi llorar en persona a un Presidente. Fue durante una entrevista que le hice a Valentín Paniagua, a los pocos meses del final del gobierno de transición. Con sus modales atiplados y su dicción de profesor antiguo, Paniagua resumió los retos que enfrentaba el Perú, luego de la recuperación de la democracia. Cuando terminó su explicación, le dije: «Por eso vamos a extrañar tanto a alguien como Pedro Planas». La mención de este periodista, académico y escritor, que se enfrentó valientemente al fujimorismo, colaboró de cerca con el gobierno de transición, y acababa de morir con solo 40 años a causa de un paro cardíaco, trastocó a Paniagua: sus ojos se humedecieron, quiso decir algo, la voz no le salió. Preferí hacer una pausa para que se recompusiera y pudiéramos retomar la entrevista. Aquel gesto valió para mí mucho más que mil discursos: pude descubrir que también en el Perú sobreviven quienes no dejan que el poder les carcoma el alma, y ante la vorágine anteponen su humanidad. Lástima que sean tan pocos, y que hoy brillen por su ausencia.