El análisis y la práctica política en el Perú hoy parecen estar encuadrados entre dos parámetros fundamentales: el desencanto y el pragmatismo. Las razones del desencanto son evidentes. Por una parte, existe el sentimiento de que no hay nada nuevo en lo que prometen los candidatos que ocupan los primeros lugares en las encuestas. En un apretado resumen, más de lo mismo: piloto automático y hacer más ricos a los ricos, esperando que algo chorree para los pobres, una promesa hoy aceptada con una ceja alzada, porque la caída de los precios internacionales de las materias primas que exportamos y el frenazo de la economía china hacen evidente para cualquier persona medianamente informada que el ciclo de expansión ha terminado y se va a contraer (se está contrayendo) drásticamente la parte de la riqueza utilizable para redistribuir. En estos días se ha hecho público que el precio del cobre, que representa aproximadamente la tercera parte de nuestras exportaciones tradicionales, ha caído en 25% el 2015, continuando la evolución negativa registrada durante los últimos años. Agrava el desencanto el observar el carnaval farandulero en que se ha convertido la escena política peruana en estas últimas semanas. Alrededor de 20 candidaturas; fugas, deserciones, travestismo, transfuguismo; lanzamiento por la borda de trayectorias de toda una vida para terminar exhibiéndose abrazados con quienes hasta ayer constituían la encarnación de todo lo malo que había que combatir. Moralizadores aliados con los inmorales, defensores de los derechos humanos coludidos con acusados de delitos de lesa humanidad, combatientes contra la corrupción fujimorista aupados al carro de Keiko Fujimori. Un apoteósico homenaje al marxismo de Groucho Marx: “Estos son mis principios, y si no le gustan… tengo otros”. El pragmatismo analítico es una consecuencia de asumir la realidad “tal cual es”, a secas. Así, las explicaciones del transfuguismo se centran en dos males del sistema político peruano actual que hacen que la lealtad a las organizaciones partidarias sean un lujo que los políticos no pueden permitirse. En el Perú no existen instituciones fuertes y no hay partidos. Por lo tanto, entre elección y elección, para sobrevivir, un político tiene que migrar continuamente de un club electoral a otro. En una reciente columna Steven Levitsky ha ilustrado con cifras la amplia extensión del fenómeno, que atraviesa todo el sistema político peruano, desde las candidaturas presidenciales hasta las municipales. Levitsky recuerda que todo político es movido por la ambición de poder. Ahí donde hay instituciones fuertes y un sistema de partidos sólido (como en el primer mundo) los políticos pueden satisfacer esa ambición permaneciendo leales a una misma organización por décadas. Pero ahí donde los partidos no existen, o son apenas simples logos que se cambian de elección en elección (¿alguien se acuerda los nombres que ha adoptado el fujimorismo?), que desaparecen con la misma facilidad con que aparecen, para sobrevivir un político tiene que moverse continuamente, migrando en cada elección a la organización que le permita ser reelegido, y así, asegurar su existencia misma como político. Una consecuencia lamentable, pero inevitable desde esta entrada, es que el transfuguismo pasa a constituirse en un componente permanente, estructural, de la acción política. En tanto su causa es la ausencia de partidos políticos fuertes, y nadie se atreve a sostener que estamos siquiera en camino de que alguna vez estos existan, el transfuguismo pasa a ser un componente necesario, normal, que posiblemente ocupará el lugar de la carrera política partidaria, las asambleas, convenciones congresos, el debate ideológico, la construcción de plataformas y programas partidarios, etc. Tal es el escenario que nos promete una democracia pragmática a la peruana. ¿Es así? A este análisis le falta una dimensión normativa. La realidad no es solo lo que es sino la posibilidad, que existe en potencia, de ser algo diferente. Giovanni Sartori, a quien creo que todos los politólogos escuchan, recuerda que la democracia no solo son las estrategias de los políticos (pragmáticas, inteligentes, o miserables) para sobrevivir sino una dimensión ideal, ética: la promesa de un orden superior, al que nunca se llegará pero es imprescindible como faro que marca el rumbo correcto. Una dimensión imprescindible, para hablar de democracia. En resumen, es imprescindible incorporar la ética en el análisis; esa dimensión tonta que los pragmáticos desprecian. El desinterés del grueso de los analistas sobre este tema, a cual gruesamente se adscribe al paquete “escándalos públicos”, es ilustrativo del ambiente político que se vive en el Perú al iniciarse un año electoral crucial.