Nicolás Maquiavelo nació y vivió en Florencia cuando comenzaba la edad moderna. Esta etapa de la humanidad se halla finalizando en nuestros días, precisamente con la llamada sociedad posmoderna. Entre una y otra hay más de un punto de contacto, uno de los cuales es una persistente apreciación crítica del pensador florentino. Para unos, crea la ciencia política al haber introducido un nuevo punto de partida, el más extremo realismo. Pero en otras versiones aparece como un cínico pragmático. Sus escritos alimentan ambas versiones y resulta que en el Perú de tiempo electoral, claramente predomina la segunda. Aunque El Príncipe es su libro más famoso, Maquiavelo escribió varios textos, en unos aconseja a las repúblicas y en otros a los monarcas. Su constante es partir de la cruda realidad y se esfuerza por mirarla a la cara. No se hace ninguna fantasía; solo se preocupa por la salud del Estado. Su interés es fortalecer los gobiernos y dotarlos de legitimidad, porque su sujeto es el poder y se asume como su servidor: aquel que conoce los mecanismos y procedimientos del gobierno. Por otro lado, concibe la naturaleza humana como egoísta, abusiva y profundamente injusta. No es un moralista, más bien tolera el libertinaje y goza de los placeres sensoriales. Incluso escribió una comedia picante como La Mandrágora, que ha tenido tanto éxito como sus obras serias. Pero no cree en la bondad de la gente y, por el contrario, su forma de concebir al ser humano es un anticipo de Hobbes, “el hombre es el lobo del hombre”. Si el Estado existe es para contener una matanza que inevitablemente ocurriría si alguien no se interpusiera. Mientras que los escritos políticos anteriores inevitablemente partían del “deber ser”. El razonamiento empezaba con Dios o en un modelo esencial, que debía llevar al bien en la tierra. Eran variaciones de La Ciudad de Dios de San Agustín, donde el autor construye un paradigma de felicidad humana y la política es el arte de llegar al ideal desde el punto actual. Maquiavelo rechaza esa manera de enfocar las cosas por perderse en buenos deseos, invierte el punto de partida e impone el crudo realismo. No hay ideal arquetípico, salvo lograr y conservar el poder. Por ello, en toda época ha recibido miradas desaprobadoras. La crítica moralista a Maquiavelo se ha fundado en una frase que no se halla en sus escritos. Nunca dijo que “el fin justifica los medios”. Pero sí pensaba que para fortalecer al Estado era necesario usar todos los medios posibles, porque equivalía a civilización general y bienestar individual. No fue un cínico sino alguien que gustaba hablar crudo. Su nombre dio origen a un concepto, el “maquiavelismo”, un procedimiento sinuoso, decir una cosa y hacer otra, para obtener aquí y allá pequeñas ventajas personales; usando de la política y mintiendo descaradamente. En realidad, Maquiavelo no fue así, pero su tolerancia ante la irregularidad y su desdén por la ineficiencia acabaron confiriéndole esa reputación. Acabó de padre de la hipocresía en política. Al terminar el ciclo moderno, esa versión de Maquiavelo predomina ampliamente. En el Perú sin ninguna duda. En ocasión de la conformación de las planchas presidenciales hemos tenido una primera bofetada de este crudo maquiavelismo, ya que por conveniencia se han juntado el agua y el aceite. Las trayectorias no se respetan, porque se trata de ganarse alguito. Pero hay algunas operaciones que hubieran merecido la aprobación del escritor florentino y otras que hubiera rechazado completamente. Por ejemplo, en el caso del Apra y el PPC, pareciera que ambos pueden beneficiarse eficientemente de su alianza. Pero Villarán con Urresti es un absurdo. Susana ha pulverizado a su núcleo de seguidores y se apresta a competir para congresista contra quienes sí disponen de un aparato construido dentro de esas filas. Se ha quedado con el lado cínico de Maquiavelo, pero ha perdido contacto con el aspecto crucial: el mínimo de realismo. Sacará muy poquito.