El aspecto más criticable en la práctica de los analistas políticos peruanos, desde los que opinan por deporte hasta muchos politólogos, es la estrechez de sus juicios acerca de la naturaleza de los discursos de nuestros políticos. De hecho, uno tiene la sensación de que las palabras de los políticos son siempre tomadas al pie de la letra y, a partir de esa asunción, clasificadas en dos grupos: verdades ideológicas y afirmaciones estratégicas. Por ejemplo, Keiko Fujimori dice estar comprometida con la defensa de los derechos humanos y que la labor de la Comisión de la Verdad fue positiva. Los analistas discuten si es sincera (y por lo tanto existe un “nuevo fujimorismo”: verdad ideológica) o si es una afirmación estratégica que, curiosamente, acabará comprometiendo al fujimorismo a respetar los derechos humanos. En cualquier escenario, el resultado es la legitimización del fujimorismo, basada en la literalidad de su discurso. Cualquier buen lector de novelas sabe que existen una infinidad de usos y niveles del lenguaje; que en una ficción (y un discurso político lo es) la información fáctica cohabita con eufemismos, paradojas, ilusiones, discursos enmascarados, metáforas, simulacros, ironías, mentiras, simulacros de mentiras, datos escondidos; que ninguna palabra es inocente y ningún gesto carece de significado, pero que ese significado nunca es literal: que no hay que leer al pie de la letra. Asumir la literalidad de labios de nuestros políticos (¿corruptos que luchan contra la corrupción?, ¿homicidas humanistas?, ¿ladrones moralizantes?) implica no saber nada acerca del lenguaje e implica una incapacidad interpretativa y una incomprensión total de la naturaleza de una campaña como performance. Más aun en una esfera política criminalizada, donde no hay ni personajes ni narradores que puedan darse el lujo de decir lo que piensan, porque, si lo dijeran, nos descubriríamos adentro de una novela de horror, donde todas las apariencias son falsedades.