Mientras tú, en tu muro del Facebook, insultabas a todos los chilenos, nacidos y por nacer, mostrando tu bíblica indignación porque Chile exige que el pisco peruano ingrese a su país como aguardiente de uva, Fernando Ruiz del Águila, en Tarapoto, preparaba un bidón con gasolina con el que luego ingresó a la peluquería donde trabajaba su exmujer, la bañó con el líquido y encendió un fósforo. Marisella Pisarro Tuanama, la mujer que lo había dejado hacía unos días harta de maltratos, murió carbonizada en la explosión que se produjo. A ella no le importaba si el pisco era peruano o chileno. Solo quería vivir en paz lejos de Fernando y hasta tenía una orden de restricción que él no respetó. También por esas mismas fechas, mientras desde Lima se lanzaban inflamadas arengas para la defensa de nuestro incomparable licor de bandera, en Arequipa, Rolando Saavedra Pari probaba el buen funcionamiento del taladro con el que, minutos después, entraría al dormitorio que compartía con Fabiana Mamani Apaza, e intentaría taladrarle la cara por haberle sido (presuntamente) infiel, dejándola con el rostro totalmente deformado y el ojo derecho a punto de perder la visión. Y hace unos días, cuando probablemente la indignación patriótica ya se te iba pasando, Jacob Leandro Odar Contreras, en San Juan de Lurigancho, agarró una lampa y atacó a su pareja Argelit Huamán Villalobos, porque se demoró en servirle la comida. Cuando ella denunció el hecho, la policía detuvo a Leandro y, luego, lo soltó, porque las lesiones de Argelit “eran menores”. Sin duda lo eran. No sabemos si las próximas serán peores, pero la policía sabe esperar. Por comparar ambas cosas –es decir, por un lado, la tremenda indignación suscitada por la propiedad del nombre del pisco y, por otro, la casi nula mostrada por tantos hechos seguidos de violencia contra la mujer– hay quienes me han acusado de mezclar papas con camotes. En efecto, una cosa no tiene que ver con la otra. La explosiva fusión está dentro de cada persona y su escala de valores y prioridades. ¿Qué hace que los peruanos nos escandalicemos hasta el paroxismo por un destilado de uva y no por la terrible muerte o mutilación de una mujer en manos de un hombre? ¿Qué sociedad enferma podemos ser si, para nosotros, un producto comercial es más valioso que la vida de cada vez más mujeres que mueren o quedan malheridas a manos de parejas y exparejas? ¿Cuál es nuestro sentido de las proporciones si declaramos enemigo nuestro a cualquiera que choque con nuestro pisco, nuestro suspiro a la limeña o nuestra lúcuma, y no a aquellos que masacran a nuestras mujeres? Ruiz del Águila, Mamani y Contreras son solo tres casos, los más extremos, de una corriente de violencia que atraviesa nuestra sociedad y que, sin embargo, está tan normalizada que ya no provoca reacción alguna, ni siquiera en las autoridades, que día a día liberan o ponen penas risibles a feminicidas y mutiladores de mujeres, como si de travesuras infantiles se tratara. Porque, claro, la vida de una mujer no vale mucho, sobre todo si hizo algo para provocar la ira del marido, el novio, el ex esposo o el machucante de turno: querer dejarlo, serle infiel, no servirle la comida caliente. ¡Terribles pecados! Esa es, pues, la violencia que anida en nuestras casas, junto con la lonchera y los útiles escolares, en la madre que maltrata al niño, en el padre que maltrata a la madre, en el automovilista que maltrata al peatón, en el empresario que maltrata al empleado, en un gobierno que maltrata al ciudadano que, al final, escupe su rabia y su frustración siempre contra el más débil: el niño, la mujer, el peatón, el empleado. O insulta, de lejos y sin pausa, a aquel que –en reacción infantil– cree el responsable de sus desgracias: el chileno que se roba su pisco, el equipo de fútbol que siempre pierde los partidos, el político que lo engañó y por el que siempre vuelve a votar cuando se lo pide. La violencia contra la mujer es un fenómeno mundial y se da hasta en Suecia (como lo demostró Stieg Larsson con su genial trilogía Millenium), pero se acentúa en países donde la misoginia azuzada por la iglesia (aquella que solo admite a la mujer mariana, sufrida y aguantadora, y sataniza a la Eva provocadora y libre), la ignorancia provocada por la falta de educación, el abuso estimulado por siglos de injusticia y la impunidad estimulada por el machismo inoculado en el corazón mismo de la sociedad, hacen que matar a una mujer sea menos grave que poner en duda la peruanidad de un trago. No por nada hasta nuestro folklore ha creado joyas de misoginia sin par que, con unos piscos adentro y colmados de amor patrio, hemos bailado más de una vez. Por ejemplo, ese alegre landó que dice a la letra: Taita Guaranguito (landó, landó, zamba landó, landó) / mató a su mujer (landó, landó, zamba landó, landó) / con un cuchillito (landó, landó, zamba landó, landó) / del tamaño de él.