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Dina Boluarte y las joyas de la corona, por Emilio Noguerol

“Si Boluarte y su escudero Adrianzén insisten en que el hecho investigado es tan solo ruido político, el mensaje que dan es que las leyes son solo un burdo adorno (...) pero estamos en Perú así que ‘todo bien’”.

La señora presidenta de la República, que venía siendo cuestionada por la muerte de 61 peruanos en las protestas de fines del 2022 e inicios del 2023, y quien cuenta con una desaprobación del 86% (IEP, 2024), ha hecho gala durante su breve mandato de una colección (presuntamente nueva) de joyas y relojes que ya dio mérito al inicio de diligencias preliminares por parte de la Fiscalía de la Nación.

El fin de semana pasado, todos fuimos testigos del allanamiento de su vivienda y, posteriormente, del ingreso de los mismos fiscales y agentes policiales de la Diviac a Palacio de Gobierno, por lo que surgen algunas preguntas: ¿tiene derecho la presidenta a tener joyas carísimas? ¿Es legal y constitucional la investigación que se le sigue por el Rolexgate y, en consecuencia, el allanamiento de su vivienda?

A primera vista, la respuesta es sencilla: la presidenta sí tiene derecho a contar con joyas. Al no ser monja y no hacer votos de pobreza, puede tener los lujos que desee si cuenta con el capital para adquirirlos. Pero ese derecho viene acompañado de la obligación de reportar aquellos bienes cuyo valor supere las dos (2) unidades impositivas tributarias (UIT), ello, en virtud de lo dispuesto en la ley n° 30161, “Ley que regula la presentación de declaración jurada de ingresos, bienes y rentas de los funcionarios y servidores públicos del Estado” y su reglamento (específicamente, según se detalla en el formato único de declaración jurada de ingresos y de bienes y rentas).

Es decir, en su calidad de funcionaria pública, si la presidenta adquiere joyas o relojes que valen más de S/ 10.300.00, lo que debe hacer es declararlos en los formatos que debe presentar ante la Contraloría General de la República. Lo contrario no solo constituye una transgresión a la ley antes citada, sino que también configura el delito denominado “omisión de consignar declaraciones en documentos”, tipificado en el artículo 429° del Código Penal (con una pena de entre 1 y 6 años). Además, si la presidenta no puede explicar de dónde provienen sus lujos, la Fiscalía tiene toda justificación para considerar que Boluarte habría incurrido en el delito denominado enriquecimiento ilícito, en cuyo caso, tratándose de una funcionaria pública de sus características, puede merecer una pena de entre 10 y 15 años.

Respecto a la segunda pregunta, cabe recordar que la discusión sobre la posibilidad de investigar a un presidente en ejercicio ya ha quedado zanjada por la Corte Suprema, que concluyó en 2022, que la Fiscalía está habilitada a iniciar investigaciones preliminares contra el presidente de la República, sin que ello contravenga el artículo 117° de la Constitución (caso Pedro Castillo). Con lo cual, la respuesta a nuestra interrogante es que sí es absolutamente legal y constitucional que se le investigue por estos hechos que, por lo visto, parecen irregulares, como también fue legal el allanamiento de su domicilio, pues una resolución judicial lo autorizó, incluyendo el descerraje (por más bochornoso que haya sido), el cual responde únicamente al comportamiento obstruccionista y dilatorio que la defensa de la presidenta Boluarte ha fomentado con enorme miopía. “Mejor no me defiendas, compadrito”, deberá estar pensando la mandataria.

Pero este no es un texto de corte penal, sino uno que apunta a desmenuzar cómo los ciudadanos debemos entender la Presidencia y, de paso, recordárselo a todos aquellos que anhelan ocupar tan alta y tan maltratada magistratura.

Para ello corresponde remontarnos a los Federalist Papers, específicamente el n° 69, titulado “El carácter real del Ejecutivo”, mediante el cual Hamilton (1788) establecía una línea clara de distinción entre el presidente y el rey. Primero, que el presidente es un funcionario electo por el pueblo por una cantidad determinada de tiempo, mientras que el rey es perpetuo y su condición se hereda. En ese sentido, el primero puede ser sujeto a castigo, mientras que el segundo es sagrado e inviolable. Asimismo, el primero puede rechazar cuando corresponda –y de acuerdo a sus competencias– los actos del Congreso (qualified negative), mientras que el segundo cuenta con una prerrogativa de negativa absoluta (absolute negative). De la misma manera, el primero no tiene una partícula de jurisdicción ni guía espiritual, mientras que el segundo es la cabeza de la Iglesia (en referencia al rey inglés), entre otras diferencias sustanciales elaboradas hace más de dos siglos.

A ello, Hamilton agregaba la siguiente pregunta: “¿Qué respuesta debemos dar a aquellos que intentan persuadirnos de que cosas tan diferentes se asemejan entre sí?”. Lo cierto es que 236 años después, en un país inspirado por el constitucionalismo que engendraron aquellos “Framers”, la respuesta se complica. La institucionalidad republicana se encuentra tan desgastada que se ha perdido la raison d’être (razón de ser) de la democracia liberal, que es, fundamentalmente, expectorar de la sociedad la existencia de un reyezuelo incuestionable, intocable, engalanado de frivolidades mientras su pueblo pasa hambre, reemplazándolo por un sofisticado y moderno sistema de gobierno impulsado por la voluntad popular y balanceado por divisiones operativas encargadas de tareas preestablecidas y específicas, sujetas a evaluación periódica y escrutinio público.

Pero tan grave como el daño institucional es el daño al bien común que la falta de transparencia y la negativa a rendir cuentas genera. Como reflexiona Reich (2018), el presidente no solo es el jefe ejecutivo del gobierno y no solo tiene la función de dictar las políticas del Estado, sino que es un líder moral y la oficina que ocupa es un púlpito investido de significado sobre el bien común. Pese a que rara vez los presidentes son ejemplo de moral, inevitablemente contribuyen a establecer el tono moral de la nación. Los valores que un presidente demuestra repercuten en la sociedad, fortaleciendo o debilitando el bien común (Reich, dixit).

Si Boluarte y su escudero Adrianzén insisten en que los cuestionamientos sobre la posesión de joyas de altísimo valor (no declaradas) constituye únicamente un ruido político merecedor de reniego y no una preocupación legítima de la ciudadanía que deba ser atendida con transparencia en su calidad de funcionarios públicos, el mensaje que transmiten a la población es que las leyes son un burdo adorno, que se puede omitir información relevante en una declaración jurada, que si eres funcionario o servidor público está permitido “puentear” la Contraloría y, mientras tanto, recibir tantos obsequios lujosos como se te antoje, sujetándote quizás al cobro posterior del favorcito, porque el lonche nunca es gratis, pero estamos en Perú, así que “todo bien”.

La ciudadanía debe entender que el contrato social que tenemos surge de esa imperiosa necesidad de que nuestros asuntos públicos sean gestionados por un funcionario que represente, por mandato popular, los intereses de la Nación y no por un rey, de poder ilimitado, al que debamos rendir pleitesía y no cuestionar ni cómo regenta, ni cómo obtuvo las joyas de su corona.