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Golpes propios y ajenos

Ello nos llevaría a condenar por igual acciones autoritarias en Cuba, Venezuela, Nicaragua o El Salvador. No a calificaciones selectivas o sesgadas de hechos sustancialmente homogéneos...”.

La semana pasada llegó una vez más una fecha que divide: el 5 de abril. Muchos recordamos aquel funesto día, en 1992, como un golpe de Estado desde el gobierno, con anuncio presidencial y apoyo de las Fuerzas Armadas. Uno que no solo cerró el Congreso fuera del marco constitucional, sino que además intervino diversas instituciones (el propio Congreso, el Poder Judicial, el Ministerio Público, el Tribunal de Garantías Constitucionales).

Represión en las calles y con detenciones a los opositores políticos. Mientras tanto, los seguidores del entonces presidente construyen un intento de verdad paralela: “liderazgo histórico”, “decisión innecesaria”, “inicio del cambio”. Lo mismo, aunque en sentido contrario, podría decirse del 7 de diciembre último. Vemos un nuevo intento de golpe de Estado, aunque fallido, por respuesta firme de diversas instituciones, pero sobre todo –y este peso de acción, aunque doloroso, no hay que olvidarlo– por falta de apoyo de las Fuerzas Armadas.

Uno en que también se anunció el cierre del Congreso (pese a no encontrarse en los motivos que habilitan la disolución según la Constitución), así como la intervención del Poder Judicial, el Ministerio Público, el Tribunal Constitucional y la Junta Nacional de Justicia. Para sus defensores, fue el accionar de un presidente al que nunca se dejó gobernar, que buscó “desentrampar” y que quería renunciar, además de evitar una vacancia arbitraria. Los anuncios fueron muy similares. Sin embargo, para algunos, resulta fácil calificar el primero como “golpe de Estado”, pero les resulta casi imposible usar el mismo término en el segundo. Lo mismo, en sentido contrario, para el segundo hecho.

Es posible aceptar al mismo tiempo que Alberto Fujimori, presidente electo, decidió en 1992 cerrar el Congreso (entonces bicameral) sin contar con sustento constitucional y decidió intervenir instituciones autónomas, usando la fuerza y el Derecho (impidió la continuidad de funcionamiento o la reposición). El apoyo popular no niega el golpe de Estado. También es cierto que se intentó evitar que Pedro Castillo asuma la presidencia invocando un fraude electoral que no se produjo; o que ciertos sectores económicos y políticos querían removerlo a toda costa del cargo y que el Congreso redujo funciones del Ejecutivo por ley (cerrando el paso a reformas constitucionales integrales y la participación del pueblo vía referéndum).

Sin embargo, ello no niega el intento del entonces presidente de injerencia en instituciones autónomas sin contar con fundamentos en la normativa constitucional. El que no haya prosperado tampoco deriva en que no haya golpe. En estricto, deberíamos tener identificado qué es un “golpe de Estado” y coincidir en que todo lo que ingrese en esa categoría –al margen de la ideología propia o de quienes lo promuevan– debería ser denominado como tal y, de igual modo, los intentos de ataque a la democracia. Ello nos llevaría a condenar por igual acciones autoritarias en Cuba, Venezuela, Nicaragua o El Salvador. No a calificaciones selectivas o sesgadas de hechos sustancialmente homogéneos.

Igual ocurre con la afectación al Estado Constitucional de Derecho o a los derechos fundamentales. Esos componentes que antes se consideraban intransigibles, como proteger la vida de todas las personas por igual (sin importar en qué lugar del territorio se resida, las características étnicas o el nivel socioeconómico). O la libertad de expresión y la protesta (incluso si es disidente con la opinión propia, especialmente desde las autoridades en el poder). Ver en peligro ese mínimo consenso que nos permite subsistir como sociedad lleva al desmedro de esa identidad común como nación –si alguna vez realmente la tuvimos– y hace que la convivencia se perciba como crecientemente insostenible.

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