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Sociedad

Los peruanos, ¿por qué no respetamos las normas?

Emergencia. Sostienen algunos analistas que hemos vivido cerca del abismo incluso antes de la pandemia, tras años de terrorismo, corrupción y una aparente bonanza económica. Por eso, no debe sorprender el individualismo extremo y el constante ‘sálvese quien pueda’, en la desobediencia a las normas y el irrespeto a la vida. Aquí algunos aportes para reflexionar sobre este tema.

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Por: Carlos Páucar

“Alguien comentó que se iba a declarar la Ley Seca y hay quienes empezaron a apertrecharse, a burlarse del que no lo hace, a comentar que iban a participar de un mercado negro”.

“En las avenidas no hay respeto por las normas, un peatón se mete a las vías, un conductor se pasa la luz roja, alguien coimea a la autoridad y lo cuenta como una hazaña”.

“Tanto empresas formales e informales se aprovechan de los consumidores con engaños. En la web otro pide mil likes a cambio de dar las respuestas de Aprendo en casa”.

¿Y luego nos quejamos de la falta de respeto a las normas? ¿De la falta de valores? ¿Y decimos que resulta inexplicable que no se cumplan las medidas de cuarentena y emergencia?

Quien reflexiona al respecto es el psicólogo social Jorge Yamamoto. Opina que hay una cultura transgresora que atraviesa todos los niveles socioeconómicos.

“Aunque no se debe subestimar el problema de los antivalores, de la cultura que no respeta las normas, podríamos estar sobredimensionando a un grupo de personas. ¿A qué me refiero? Hay un tipo de gente que no cree en nadie, que tiene antecedentes, se cree invencible y hasta disfruta burlando la ley. Eso existe en todas partes del mundo, solo que en el Perú la cantidad es mayor y como no hay un buen control municipal y policial, están a rienda suelta, y generan violencia. Pero no debemos pensar que todos los peruanos somos así. Claro que sería irresponsable minimizar la gravedad de este asunto”.

Yamamoto entiende que hay una cultura transgresora, “pero no solo estamos hablando del caso de la discoteca de Los Olivos. Más caletas, también hay reuniones familiares y sin mascarillas en otras zonas”.

En diversos sectores

“No hay que estigmatizar a un sector socioeconómico. El espíritu transgresor es transversal a los diversos niveles económicos. Tanto en Los Olivos como en San Isidro hay personas responsables que hacen sus mejores esfuerzos para cuidarse a sí mismos, a sus familias y hacer un mejor país”. Y hay de los otros.

Al hablar de transgresión, Yamamoto revela a esa cultura que fomenta “ser el bacancito e ir contra la norma y que dice que solo los tarados la cumplen”.

“Por eso es que cuando llegó el Covid-19 ya se sabía que se tenía que hacer un esfuerzo triple, o mayor, de lo que estamos viendo, porque nuestros hábitos nos iban a ganar y entonces iba a ser catastrófica la situación, tal y como está ocurriendo”.

Una sociedad que vive en permanente crisis, que fue golpeada por situaciones mayúsculas como la hiperinflación, el terrorismo, la corrupción, donde todos se creen policías y jueces, acusamos o protegemos, donde no se escucha al otro, nadie desea entender. En un medio así es que golpea la pandemia, con más de 40 mil muertos, según la ministra Pilar Mazzetti.

“¿De dónde surge todo? Ocurre desde la educación en casa, donde a los pequeños no se les enseña a respetar, a considerar el espacio del otro, la empatía. ¿Y el colegio? A diferencia de sistemas educativos como en el Japón, donde hay un patrón de enseñanza de valores, aquí no pasa nada. ¿Y las decisiones del Gobierno? No se respetan. En otros países sí, pues confían en que se toma una decisión técnica, no al estilo Richard Swing”.

“Es un problema de educación, pero no tipo prueba Pisa. Es de valores. Pensemos que los jueces corruptos tienen hasta doctorados y maestrías, los expresidentes delincuentes han pasado por varias universidades... Es decir, sin valores, la educación semeja al mono con metralleta, con el respeto que se merecen los monos. Lo primero son los valores, y sobre esa base darle armas al joven para luchar por la ciencia, la salud, la educación. Y por un Perú mejor”.

Enfoque

Privilegios y castigos

Por: Leonor Lamas, antropóloga

La responsabilidad individual (o la falta de ella) ha estado en el centro de las preocupaciones públicas por el aumento de contagios, al punto de llevarnos a culpar a muertos y contagiados de su desgracia. El caso de la discoteca en Los Olivos es claro ejemplo de estos razonamientos. “Bien hecho que se mueran, por irresponsables”, se escuchó por todos lados. La irresponsabilidad existe, pero este razonamiento, además de inhumano, oculta y tergiversa muchas cosas, como los privilegios necesarios para que una persona acate el confinamiento (tan básicos como mantener un ingreso económico o tener acceso a espacios públicos seguros para distraerse de la pandemia). Este también ignora el rol de las autoridades, que se lavan las manos de su papel en la creación de tragedias evitables. Pero sobre todo, lo que esa idea esconde, es que la rabia por la “irresponsabilidad” de “la gente” no se distribuye equitativamente, si no que se reserva para los disidentes “informales” de clase baja, de barrio periférico, de color marrón, que escandalizan por su informalidad, mientras crímenes más sofisticados, como el despido arbitrario de empleadas de limpieza o las reuniones “con toda seguridad” en barrios céntricos de Lima son tratados con complacencia. Así, la rabia dibuja una línea divisoria entre las muertes que merecen duelo y aquellas por las que, como país, no derramamos ni una lágrima.

La desidia frente al bien común y a las reglas de convivencia en el Perú son endémicas a todas las clases sociales, pero las consecuencias de los desacatos no resultan en muerte para todos. Su origen tiene que ver con la reproducción de estructuras excluyentes de las que todos somos cómplices y que hacen del cumplimiento de la cuarentena un privilegio, y de la humanidad un bien adquirible, del que fácilmente puede uno ser desnudado.

Tiempos similares

Por: Ana María Guerrero, psicóloga

Los años cruentos de la década de 1980 nos dejaron un país en ruinas económicas, sociales y psíquicas. 40 años después se actualiza un tiempo similar de miedo y muerte súbita. Entre el virus, el colapso del sistema de salud y la flexibilización del Estado, la gente está desapareciendo.

Pero, como ocurrió antes, no lo notamos. Lo extremo del conflicto armado y la pandemia es confrontarnos con un peligro inminente, pero difuso. Entonces, temor e incertidumbre conviven con el descreimiento.

Este límite debería producir un giro y hacernos pensar cómo así llegamos a esto.

Sin embargo, atestiguamos lo paralizante y desarticulador del tejido social en las reacciones anárquicas de sectores que creen saberlo o necesitarlo todo, que rompen protocolos y salen sin mascarilla, organizan parrilladas o fiestas Covid.

Muchos dirán Los Olivos y la tragedia del Thomas, pero sabemos que los distritos de las clases acomodadas también se abarrotan de fiestas. “No va a pasar nada”, “exageran”, “coactan mi libertad”, “la vida continúa, necesito salir”. Preguntémonos si estas justificaciones, que acompañan a los comportamientos de riesgo, son la continuidad, aggiornada, de ese clásico discurso del capitalismo ultraliberal donde lo más importante eres “tú mismo” (un eslogan). Un afilado individualismo se nos incrusta en el mismo centro de nuestras subjetividades.

Decía Freud que la psicología individual, “al mismo tiempo y desde un principio”, es psicología social. Pensemos qué nos pasó. Las respuestas no estarán en la psicopatología o “falta de valores”. Quizás, la factura de décadas de abandono de la vida fundamental y colectiva.

Cuando la gente está a su suerte, en Miraflores o Los Olivos, se normaliza aquello de que en el Perú la vida no vale nada. Si no vale, ¿para qué la mascarilla y la distancia social?

El desorden espontáneo

Por: Ricardo Falla Carrillo, filósofo. Director de Humanidades UARM

Cada día que transcurre asistimos a eventos que anuncian el inminente colapso social y cultural de nuestro país. En la medida que se acerca, vemos cómo se acelera el proceso de desgaste de nuestras instituciones, se evidencian las limitaciones de agentes políticos y gremiales, y observamos una creciente tendencia de la población a relajar, temerariamente, las medidas de control y cuidado sanitario. Esta situación de desgaste general, sigue mostrándonos más ejemplos de una sociedad en emergencia cultural antes de la pandemia.

La anomia desbordada que muchos están observando, algunos recién descubriendo, tiene explicaciones. Sin embargo, bajo las condiciones actuales, estas son limitadas. Pues todavía la realidad no muestra toda la crudeza que podría evidenciar en breve. Y porque la necesidad de explicar este proceso de colapso integral requerirá el esfuerzo intelectual de toda una generación. Sin embargo, hay algunos hitos explicativos. Algunos de ellos están en la economía, en su intersección con la cultura. Sobre todo, en los efectos culturales del modelo económico que se implantó en el Perú a partir de 1990.

Ese régimen político-económico que ha continuado hasta nuestros días, no tuvo los elementos intelectuales, ni referentes éticos sociales para entender la magnitud del reto que acarreaba el “desborde popular”.

Así, lejos de propiciar la construcción de una ciudadanía autónoma e ilustrada, se optó por mantener a la mayoría de nuestros compatriotas en condición de “mano de obra barata” o de “consumidor”. Se siguieron reproduciendo pautas de comportamiento “premodernas”, poco adaptables a un escenario que implica aceptar restricciones de manera utilitaria.

En nuestro “desorden espontáneo” no emerge una subjetividad capaz de asumir corresponsabilidades.

La palabra

Jorge Yamamoto, psicólogo social

“Acá debe haber una revolución en valores. Hay que rediseñar de cero la estructura curricular. Y los padres deben saber: lo mejor no es el cartón, igual puede crear un corrupto. La mejor herencia: los valores”.

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