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“Cosas que no han cambiado: la cortina de niebla blanca que cubre la costa, desde el Morro Solar hasta La Punta”.

Tola
Tola

Nunca estuve tanto tiempo fuera de mi país como los dos años que pasaron desde que me fui la última vez hasta que volví esta semana. En un lugar tan vertiginoso como el Perú, parece haber sido suficiente para que la ciudad, la política y las costumbres experimenten transformaciones radicales.

Lima se ha vuelto una ciudad incluso más abrumadora de lo que era. No se ha detenido la construcción de centros comerciales, bloques de oficinas o edificios de departamentos, que se elevan sobre las veredas, ocultan la luz y producen una persistente sensación de pequeñez. Por las calles circulan automóviles en filas largas y compactas, que parecen haberse reproducido desde mi partida, apenas entran, avanzan con las justas, viven para pelear por cada molécula de espacio y atronan sus bocinas ante cualquier estímulo.

Hay una evidente apuesta por las luces deslumbrantes y multicolores, que atraen la atención y en conjunto pueden desorientar. Elevada a los altares luego del subcampeonato en la Copa América, la camiseta blanca cruzada por una franja roja de la selección de fútbol se ha puesto de moda, algo que podría ser un símbolo de una nueva autoestima nacional. Cada vez se escucha menos salsa y merengue —no se diga rock o música clásica—, rebasados por el golpe de los bajos, las letras osadas y el ritmo recurrente del reguetón. Aunque parecía imposible, los restaurantes han seguido reproduciéndose, más los internacionales que las cebicherías, picanterías y cocinas regionales.

Cosas que no han cambiado: la cortina de niebla blanca que cubre la costa, desde el Morro Solar hasta La Punta, y que da la sensación de vivir bajo el agua; la llovizna hipócrita que lenta y tenazmente humedece las cosas; el frío que parece tolerable en los termómetros, pero se escurre a traición por debajo de las sábanas, la ropa y la piel; el entrañable uso de diminutivos. Los amigos, la familia.

¿Se ha vuelto Lima más fea? No lo creo, aunque soy un mal juez. En mi caso, la nostalgia y el gusto por el reencuentro con tantos rostros, lugares, olores, sabores y sensaciones queridos pueden haber eliminado cualquier rastro de objetividad, y es más que seguro que aquellas cosas que a los demás les resultan deprimentes, desesperantes e intolerables las esté viendo endulzadas por la emoción del reencuentro.

Raúl Tola. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.