Una mirada de largo plazo a los indicadores de salud muestra muy importantes mejoras en las últimas décadas. La más resaltante de ellas es, sin duda, que hemos ganado, desde 1950 hasta el presente, casi 34 años más de esperanza de vida. Alguien que nació en 1950 podía esperar vivir, en promedio, 43.8 años; ahora puede esperar vivir 77.4 años. Ello se ha logrado gracias al progreso de la medicina, a mejoras en las condiciones sanitarias de la población y a las campañas públicas masivas de vacunación, factores que han permitido reducir en particular la tasa de mortalidad materno-infantil.
La epidemia del COVID-19 reveló la precariedad de nuestro sistema de salud, sobre todo en la atención primaria. Como consecuencia de ello, según datos de CEPAL, en 2022 habíamos perdido 4.7 años de esperanza de vida respecto a la prepandemia, una cifra más elevada que el promedio de América Latina (-3.4 años).
El proceso de urbanización, la extensión del acceso a la educación y de los métodos anticonceptivos han coincidido con una fuerte reducción en la tasa de fecundidad, que pasó de 6.9 hijos por mujer en 1950 a 1.8 en 2023, por debajo de la tasa necesaria para el reemplazo de la población. Como resultado de estas tendencias, la proporción de adultos mayores (60 años y más) se ha más que duplicado entre 1950 y 2024, pasando de 5.7% a 13.9%. Todos estos cambios demográficos plantean dos enormes desafíos a las políticas públicas.
En primer lugar, el sistema de pensiones contributivas y no contributivas. En 2022, uno de cada cuatro (25.3%) adultos mayores (65 años y más) que no están ocupados no recibe ninguna pensión y debe depender enteramente de otras fuentes de ingresos, en particular de la solidaridad intergeneracional. Este sistema se reproduce de generación en generación, pues casi dos tercios (64.9% en 2022) de los ocupados no cotizan a ningún sistema de pensión. En ausencia de una reforma profunda del sistema pensionario, la situación actual es, a mediano plazo, insostenible. El fuerte incremento de la dependencia de los adultos mayores de 60 años respecto a la población en edad productiva (15-59 años) impone una carga cada vez mayor a las personas activas. Si en 1950 había 8.5 personas en edad activa por cada adulto mayor, en 2023 esa proporción es de tan solo 4.5 personas.
El otro desafío que pesa sobre el sistema de salud se relaciona con el cambio en el perfil de morbilidad y mortalidad del país, que ha pasado de ser uno dominado por enfermedades infecciosas a otro en el que prevalecen las enfermedades crónicas, más costosas de tratar. Aunque compartimos con los países desarrollados este perfil, en el caso del Perú se trata de enfermedades crónicas evitables con políticas de prevención y despistaje precoz (cáncer de mama, de cuello uterino, diabetes, hipertensión, etc.).
En los últimos 20 años, la proporción de personas con alguna enfermedad crónica se ha multiplicado por 2.4, llegando a afectar en 2023 a un poco más de 4 de cada 10 personas (43.1%). La respuesta de los diferentes gobiernos ha sido extender la cobertura del Seguro Integral de Salud, de suerte que en 2023 ya se había logrado cubrir al 88.3%, un salto significativo respecto a 2004, cuando apenas el 36.9% de la población tenía algún tipo de seguro de salud. Sin embargo, esta extensión del seguro ha sido para muchos inexistente en la realidad, pues, requiriendo atención médica, no logran acceder a ella. A pesar de la pandemia y las promesas de mejoras, el porcentaje de personas que necesitan atención médica y no logran acceder a ella no ha mejorado. Al igual que en 2019, casi un tercio (32%) en 2023 sigue sin acceder a la atención médica, a pesar de necesitarla.
Es en la anemia de niños de 6 a 35 meses donde no se ha alcanzado ningún logro e incluso se ha retrocedido. Este es el periodo durante el cual la anemia puede tener efectos irreversibles sobre sus capacidades cognitivas, desarrollo motor y del sistema inmunológico. En más de 10 años no se ha logrado ningún avance. Los niveles de anemia en 2023 son los mismos que en 2012: todavía el 43% de los niños sufre de anemia.
Cohortes enteras de niños han debido enfrentar el periodo escolar en situación de desventaja en sus capacidades de aprendizaje, independientemente de la calidad de la enseñanza o el equipamiento de la escuela. La mitad (50.4%) de los niños de 3 a 35 meses en el área rural y 4 de cada 10 (40.2%) de los niños urbanos actualmente tienen anemia. Hay que rendirse a la evidencia: las políticas de lucha contra la anemia no han funcionado. Desde 2020, la situación ha incluso empeorado, más en el área urbana (+5.3 puntos) que en la rural (+3.3 puntos). Igual panorama se observa en el caso de los niños menores de 5 años, pues la anemia en el mismo periodo subió en un poco más de 5 puntos a nivel nacional, tanto en el campo como en la ciudad.
En 2023 también hubo un retroceso en el consumo de suplementos de hierro, uno de los ejes centrales de la política del gobierno en la lucha contra la anemia. El consumo de suplementos de hierro disminuyó de 34.5% en 2019 a 32.0% en 2023. Cae tanto en el área rural como en la urbana (de 33.4% a 31.1% en las ciudades y de 37.6% a 34.3% en las zonas rurales). Si a ello le añadimos las deficiencias de los programas alimentarios (Qali Warma) y el muy insuficiente apoyo a las Ollas Populares, no sorprende, pero sí indigna, que se esté perdiendo la batalla contra el hambre y sus consecuencias en la niñez.
La lucha contra la anemia debe articular varias políticas sectoriales, pues la respuesta no consiste únicamente en aportar un suplemento de hierro. Así, la absorción de los nutrientes depende mucho de las condiciones sanitarias de la vivienda, en particular del acceso a agua segura y la conexión a la red pública de desagüe. Ello reduce los riesgos de contraer enfermedades gastrointestinales que impiden la absorción de nutrientes (que de por sí ya son en cantidad y calidad insuficientes). Cruzando datos de acceso a dichos servicios públicos con los de la incidencia de anemia, constatamos que, en 2023, la incidencia de anemia para niños de 6 a 35 meses es prácticamente 13.5 puntos más alta para niños en viviendas que no cuentan con esos servicios.
El Estado, al no cumplir con su obligación de garantizar el acceso a servicios públicos básicos a todos los ciudadanos, agrava indirectamente la anemia y compromete el futuro de los niños afectados.
Si la situación para el promedio de los niños es crítica, lo es aún más si consideramos el hecho de que los problemas de salud afectan en una mayor proporción a los hogares más pobres. La incidencia de la anemia es más del doble en los hogares más pobres que en los más ricos, mientras que la de la desnutrición crónica es cinco veces más elevada.
Ante el fracaso de los programas sociales, la “solución” ha consistido, a menudo, en cambiarles de nombre sin cambiar sus orientaciones y sin aportar una real mejora en el cumplimiento de sus objetivos. Los programas de apoyo alimentario son un componente importante de la lucha contra la cada vez mayor extensión del hambre. El nombre en lengua originaria de esos programas no debe hacer olvidar que los problemas afectan al conjunto de la población, en el área rural, pero también a una creciente y ya muy significativa parte de la población en las ciudades.