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Democracia acechada y desconstitucionalización

“La reconquista de la democracia en 2000 no alteró la partida de nacimiento autoritaria del fujimorismo, que hoy seguimos padeciendo como nuevas estocadas...”.

Somos una república hace doscientos años pero una democracia hace apenas veinte o, a lo sumo, cuarenta años. ¿O no? Vale la pena preguntárselo, en todo caso. Si entendemos por democracia una forma de gobierno representativo con elecciones libres, división de poderes, libertades civiles y subordinación del poder militar al civil, no podemos dar por sentado que la democracia nace con la república.

Durante las primeras siete décadas desde su fundación como república, en 1822, el Perú tuvo solo un gobierno civil. Y si bien funcionaron entonces un parlamento, constituciones y elecciones, estas últimas eran muchas veces una manera de legitimar a los vencedores de las guerras civiles o “revoluciones” —como se llamaba entonces a los golpes de Estado— que por entonces asolaban endémicamente el país.

Una relativa estabilidad institucional se lograría entre 1895 a 1919, el periodo más prolongado de gobiernos civiles ininterrumpidos que ha tenido el Perú —exceptuando el golpe de Benavides contra Billinghurst— en el que se consolida en el poder una élite enriquecida con el auge exportador del guano. Basadre lo denominó “república aristocrática”, aunque tal vez “república oligárquica” sería más aparente. Pues, paradójicamente, mientras en el tiempo de los caudillos y las guerras civiles las poblaciones iletradas podían acceder, al menos nominalmente, al sufragio, la república oligárquica los despojaría de este derecho con la reforma electoral de 1896 que, al establecer el voto directo, impuso como requisito el saber leer y escribir.

En 1980 se celebraron las primeras elecciones presidenciales con voto directo universal, según lo estipulado por la Constitución de 1979, que eliminó el requisito de saber leer y escribir. Pero en las vísperas del día de la elección, el PCP-Sendero Luminoso destruyó las ánforas electorales en Chuschi, Ayacucho, declarando una guerra sangrienta y sin cuartel a la democracia en el preciso momento en que esta expandía su base electoral, y que se prolongaría por más de una década. La democracia, que nacía agónica, recibiría una nueva estocada, esta vez del propio Estado, cuando el presidente Belaunde abdicó de su autoridad para delegar los poderes de la autoridad civil a los “comandos político-militares” en las zonas declaradas en “estado de emergencia”, encargándoles la lucha contra SL y el control del “orden interno”. Una tercera estocada no menos mortal a la democracia la constituyó el golpe de Estado de Alberto Fujimori en 1992.

La reconquista de la democracia en 2000 no alteró la partida de nacimiento autoritaria del fujimorismo, que hoy seguimos padeciendo como nuevas estocadas: cinco presidentes en cinco años y un golpe de Estado. Ninguno de los desatinos suicidas del presidente Castillo puede soslayar que la principal causante de la actual crisis política en el mediano plazo ha sido la negativa de Keiko Fujimori a aceptar los resultados de dos elecciones consecutivas, la última al abrigo de una mendaz campaña de fraude con el apoyo del establishment mediático y empresarial.

Pero hoy, que los militares no están dispuestos a apoyar otro golpe —para la frustración de los Barnecheas, Vargas Llosas y Montoyas— el fujimorismo y sus aliados en el Congreso no han visto mejor camino para allanar la destitución del presidente y su asalto al poder que desfigurar la misma Constitución que ellos crearon, dicen defender y no permiten a los ciudadanos alterar. No solo se trata de un atentado a la división de poderes, que ya es bastante, sino, más gravemente, de un proceso de “desconstitucionalización” que, como me lo comentó el constitucionalista Juan Carlos Ruiz, hace que la Constitución pierda valor normativo. Es decir, el reino de la arbitrariedad. Estas modificaciones constitucionales, cuyo artífice es la hoy fujimorista Patricia Juárez, no solo buscan avasallar las funciones del ejecutivo sino hasta de los organismos electorales, afectando también a las autoridades electas, como lo demostró el reciente altercado que la presidenta del Congreso, María del Carmen Alva, protagonizó contra la alcaldesa de Ocoña, con su usual talante gamonal. Más allá de la anécdota, no debe perderse de vista que la ofuscación de Alva respondía a la atendible indignación de la alcaldesa contra el intento de Patricia Juárez de declarar inconstitucional una ley que permite al ejecutivo disponer de partidas económicas directas para los municipios.

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Cecilia Méndez

Chola soy

Historiadora y profesora principal en la Univ. de California, Santa Bárbara. Doctora en Historia por la Universidad del Estado de Nueva York, con estancia posdoctoral en la Univ. de Yale. Ha sido profesora invitada en la Escuela de Altos Estudios de París y profesora asociada en la UNSCH, Ayacucho. Autora de La república plebeya, entre otros.