Juan Edgardo Arévalo (*)
El Bicentenario nos encuentra en un momento coyunturalmente complejo. Pienso en los últimos sucesos electorales, en el antes, durante y después, lo que ha significado este ejercicio en el que como país nos hemos dividido y enfrentado de un modo inusitado. O quizás no es algo tan fuera de nuestra normalidad, tan acostumbrada al individualismo a la hora de dar puntos de vista o de actuar. Lo vivimos en la política, pero lo sentimos muy de cerca en el mundo laboral, profesional y hasta académico.
Algo nos tienen que decir estos hechos, como un síntoma que socialmente venimos padeciendo, de males que arrastramos de antaño y que nos dan estas alertas de un organismo necesitado de un tratamiento efectivo.
Se han escuchado múltiples análisis explicando esto; uno de ellos me pareció particularmente sugerente que aludía a la explicación de Basadre, quien decía que el origen de nuestros padecimientos eran el “abismo social”; es decir, las grandes desigualdades; y, por otro lado, el “Estado empírico” (incompetencia y corrupción): alienado, frágil, corroído de impurezas, anómalo, inestable, ineficaz en su actuación, con un presidente inestable, un Congreso de origen discutible, elecciones amañadas y, en suma, una democracia falsa.
Esta radiografía vigente aún, apunta a dos aspectos. El primero: la falta de conexión con el otro, la incapacidad de verlo como prójimo (próximo), nos negamos a ver el “rostro” del otro. Entendiendo este rostro en categorías de Levinas, que ve aquí la invitación a una relación donde el otro cuenta más que yo; donde el rostro interpela a salir de nuestra perspectiva egocéntrica y violenta para dar paso a una respuesta ética desde el encuentro que transforma a unos y a otros. Significa el reto de descubrir en el otro alguien que me interpela desde su vulnerabilidad y exige una respuesta desde lo que somos. Significa tomar el mundo del otro y hacerlo propio, no como el de un extraño, sino como el mundo familiar que no sólo recuerdo en determinadas fechas (un viaje, una campaña social, una visita), sino que es parte de mi consciencia cotidiana. Aquí empiezan a cerrarse las brechas.
El segundo aspecto es la necesidad de una ética de la honestidad para el buen gobierno y para todo ejercicio ciudadano. El requerimiento de una sincera búsqueda del bien común que no transe bajo la mesa el pan de los pobres, bajo slogans que usan a los pobres como bandera. Un sentido de honestidad que va en dos direcciones: en una que se refiere a una genuina autocrítica que permita escuchar diversas voces al momento de tomar decisiones en bien de todos y en otra que va en la línea de rendir cuentas claras de lo que se hace con transparencia sobre la base del derecho a la participación ciudadana.
Sobre esto último la concepción moderna del ciudadano se levanta sobre la convicción del principio de igual dignidad entre las personas y la consideración del individuo como miembro pleno de una colectividad, que se expresa mediante el reconocimiento de una serie de derechos fundamentales. De nada sirve gobernar sin saber escuchar o comunicar con honestidad. Esto es también dejarse afectar y dar prioridad al otro.
La pandemia, ha dejado como paradigma el “me cuidas, te cuido”. Esta dinámica del cuidado mutuo es la que debemos propiciar en la sociedad y especialmente cultivar desde la educación. Solo cuidamos con esmero a quien consideramos nuestro próximo, nuestra familia. La memoria del prójimo y la honestidad son dos valores urgentes, principios que colocan a la persona como el centro de la historia y que sirven además para la convivencia ciudadana, sin hablar de la gestión de las instituciones.
Gustavo Gutiérrez (2002), decía que la memoria es recordar, es tener en cuenta al otro o cuidar de alguien. Se trata de una memoria que empuña el tiempo, que subvierte lo que hay en él de indiferencia y cinismo, acumulados a lo largo de los años, ante la situación de los últimos de la historia y lo convierte en un permanente, exigente y creativo presente de camino hacia Dios, de compromiso con el pobre y de combate por la construcción de un mundo más justo y fraterno. La memoria nos compromete a avanzar en búsqueda comunitaria de un mejor país para todos.
La educación en este sentido vuelve a ser fundamental para la trasmisión y practica de estos valores, que nuestros niños, niñas y jóvenes, mantengan la memoria de su prójimo y sean honestos a pesar de toda dificultad. De qué nos sirve una escuela que forma para un éxito sobre la indiferencia y la competencia y deje de lado una propuesta por la formación en ciudadanía y compasión, especialmente para los más pobres. El ciudadano del Bicentenario estará desafiado a descubrir el otro el rostro que inquieta y clama un compromiso aun mayor, una generosidad que los convierta en los héroes de la vida cotidiana.
(*) Teólogo y educador. Coordinador de la Oficina Nacional de Educación Católica.
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