El cambio de gobierno, cuyo propósito decía era sancionar la corrupción de Martin Vizcarra, toma fisonomía final, un cambio de régimen. El acto del 9/11 fue un golpe parlamentario, pero es más, es la restauración plena del neoliberalismo conservador. El Perú acaba de tener un 5 de abril sin Alberto, Vladimiro y Boloña. Y sin el apoyo del pueblo.
¿Cómo se entiende que la vacancia impulsada por las facciones populista y mafiosa del Congreso, que al inicio reunía 27 firmas (20 de octubre), instalara en 48 horas un gobierno neoliberal ortodoxo y conservador? ¿Cómo se tejió en tres semanas el hilo que enlaza a Antauro Humala, Manuel Merino, César Acuña, José Luna Gálvez, Marco Arana, Keiko Fujimori, Ántero Flores-Aráoz y Patricia Teullet? ¿Cómo se juntaron el agua y el aceite? ¿Cuánto de agua y cuánto de aceite? ¿Más agua o más aceite?
El desenlace será dramático; la historia sería fascinante si no fuese un nudo en la garganta de un país ahora mismo ingobernable y fragmentado. Los primeros datos indican que el teatro de operaciones fue el Congreso pero que el guion fue elaborado por varias manos en otros estudios, perfeccionado a medida que avanzaba el drama para tomar en las últimas horas la forma de una restauración.
Vizcarra y Merino son figuras que se empequeñecen en el escenario. Existen y pierden luz zarandeados por influencias trascendentes en dos tiempos sucesivos: el primero, una conspiración corta que ejecuta un movimiento estratégico facilitado por la irresponsabilidad de Vizcarra que desmontó su presidencia, y que acaba en la restauración; y el segundo, la formidable respuesta ciudadana que rechaza a Merino y al golpe, pero que se ubica más allá de este. Hemos entrado al tercer tiempo: la lucha por la sobrevivencia del nuevo poder.
La primera operación -la conspiración corta- pudo concretarse con los votos de AP y APP, grupos teóricamente provincianos, centristas y plebeyos; el Frepap, grupo milenarista, también provinciano y popular; UPP, un grupo teóricamente antilimeño y nacional populista; Fuerza Popular, el único partido que olfateó la restauración; y el Frente Amplio, teóricamente ambientalista, izquierdista y adversario de los grandes capitales extractivistas.
En los resultados, una parte del centro político se ha causado una herida sangrante (AP y APP); los grupos populistas ganan casi nada (¿lograrán el indulto de A. Humala?); y una parte de la izquierda ha pateado contra su propio arco. Ganan el núcleo mafioso de fuera y dentro del Congreso y los restauradores que han impuesto un programa político y económico que el país rechaza.
A la coalición vacadora la unía el antivizcarrismo, aunque el arco de intereses era más amplio: enemigos personales de Vizcarra con deseos de revancha, religiosos radicales que veían en él un cuco liberal, corruptos en busca de impunidad y peruanos honrados hastiados de su desempeño sinuoso en lo personal y en la presidencia.
Sobre estos sentimientos se ha montado la restauración neoliberal conservadora, un zarpazo de la coalición que perdió dos elecciones (2011 y 2016) y las batallas entre el 2016 y 2020. Estaban ahí, Merino y las bancadas golpistas les abrieron la puerta. Audacia y un desarrollado sentido de oportunidad.
No puede pasar por alto que en tercer tiempo iniciado ganan legitimidad otras fuerzas democráticas del centro y la izquierda, y que se ha vitalizado el movimiento de cambio dormido con la pandemia y la crisis. Su primera victoria es haber demolido en pocas horas el relato supuestamente democrático y constitucional del golpe parlamentario y diluido en parte la disyuntiva Vizcarra/Merino. La restauración ha triunfado por ahora, aunque no parece que podrá construir una nueva institucionalidad. El Perú de 2020 no es el de 1992.
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