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Autoridad: orden y desorden

“Cumplir la ley es una herida narcisista, un acto sacrificial; mínimo, un motivo de orgullo, pero casi nunca un deber que todos cumplimos”.

Por: María Emma Mannarelli

Cada día de la cuarentena nos ha recordado que tenemos más de un problema con la autoridad, con su reconocimiento. Y que por eso morimos. En medio de la tragedia nos sorprendemos cándidas o ilusionadas pensando que podemos cambiar; que no queremos que la eventual resolución de esta catástrofe sea solo arrastrar escombros. Pero recordamos que fuimos incapaces, por ejemplo, de respetar los paraderos de transporte público, de hacerlos respetar. Y a estas alturas debemos reconocer que tampoco conocemos las fronteras entre lo informal y lo clandestino.

En el Perú el ejercer la autoridad ha estado por siglos asociado con las jerarquías, con el hecho de ser o sentirse superior; entonces, conducirse de acuerdo a un mandato en general, o a la ley en particular puede experimentarse también como un acto de sometimiento; con toda la rabia y el malestar que eso esconde o despierta. Acatar la norma ha sido sinónimo de inferiorizarse, de ser maltratado, deshonrado, menos, menor; también de reconocer la capacidad del otro de otorgar protección. Entonces, aceptarla es ser sumiso, y ejercerla avasallar.

Además, la autoridad en el Perú ha sido imprecisa respecto a sus jurisdicciones. Cuando la fuente del cargo público es el pago/cobro de un favor o el reconocimiento de un servicio personal, trae consigo un alto grado de conflictividad entre las instancias públicas o vacío, parálisis. Este rasgo patrimonial mina la capacidad de pacificar la sociedad y de rebajar los diferentes órdenes jerárquicos. La confusión intraburocrática ha drenado tiempo y recursos, y dejó un amplio espacio libre donde se enraizaron dominios eclesiásticos y domésticos.

Por último, la autoridad entre nosotros tiende a ejercerse a través de la presencia física del que posee el poder o reforzada por símbolos y rituales asociados que se le asocian; se ha estructurado precisamente al margen de la escritura, y relacionada al mandato personal, mediante la coacción física inmediata que supone la cercanía corporal, la mirada jerarquizada: “Si no está la policía salgo de mi casa”. Y esto hace juego con que la policía no siempre se inmuta.

Esta idea puede ayudar a entender las respuestas al confinamiento y sus transgresiones. Cuando la ley está encarnada en la persona y menos en las instituciones, es difícil de abstraer. Para un patriarca –cualquiera sea su dimensión–, admitir la indicación es reconocer la superioridad de su congénere. Y aceptarla significa rebajar su virilidad, y por lo mismo su valor. Le duele. Cumplir la ley es una herida narcisista, un acto sacrificial; mínimo, un motivo de orgullo, pero casi nunca un deber que todos cumplimos.

La República

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