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Sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial

Testimonio. El viejo fantasma de la guerra, que recorrió Europa entre 1939 y 1945, ha vuelto a tocar la puerta en 2022. Y su aparición en Ucrania ha removido los recuerdos de quienes atravesaron ese horror. La República encontró a una sobreviviente que experimentó la Segunda Guerra Mundial, en la frontera franco-alemana, cuando era una niña.

AÑOS DUROS. Suzanne Schevin explica que todas las guerras son iguales: muertos, exiliados, familias desintegradas, como en Ucrania en 2022, como en Francia en 1944.
AÑOS DUROS. Suzanne Schevin explica que todas las guerras son iguales: muertos, exiliados, familias desintegradas, como en Ucrania en 2022, como en Francia en 1944.

Efraín Rodríguez

Especial para La República desde Europa

Pocos días antes de la Navidad de 1944, mientras Suzanne Schevin jugaba en la calle con unos niños del pueblo, un proyectil de artillería pesada surcó los cielos de Katzenthal, impactó sobre el muro de una casa y la destruyó por completo. El estruendo los aturdió. Pero no los atemorizó y, sin medir el peligro, se acercaron para encontrar sobrevivientes entre los escombros. “Eran los años decisivos de la Segunda Guerra Mundial en Alsacia, una región que aún demarca la frontera franco-alemana. Katzenthal era uno de los pueblos golpeados por el conflicto y yo tenía seis años”, recuerda hoy Suzanne Schevin, a sus ochenta y tres, en su domicilio en Saint Leu la Foret, al norte de París.

Los gritos de su madre la obligaron a retroceder y volvió de inmediato a casa. A partir de ese día, empezó a resentir los efectos de la guerra en su consciencia. Como la mayoría de los vecinos, tuvo que refugiarse en los sótanos de su casa para protegerse de los bombardeos. Y permaneció adentro junto a su madre, su abuela y sus dos hermanitos, Gerard y Jean Louis, ambos no mayores de cuatro años. Aunque no precisa con exactitud el tiempo de refugio en ese lugar, sí recuerda pasar la navidad en el sótano, donde compartieron la esperanza y el frío. Pero, varios días después, en medio de la madrugada, apareció un hombre de la protección civil que los llevó al sótano de otra casa más segura, donde guarecían otras mujeres y niños. “Igual de lo que se ve en Ucrania, madres con sus hijos, resistiendo a los bombardeos bajo la tierra —piensa—. Pareciera que el tiempo girara en círculos”.

Esa navidad de 1944, en ese nuevo sótano, no vio a ningún hombre y recordó la ausencia de su papá, Victor Schevin. Comerciante de profesión, el padre de Suzanne había sido enrolado en enero de 1944 por las fuerzas alemanas de Adolf Hitler (a pesar de ser francés) para luchar en Rusia contra el Ejército Rojo de Josef Stalin. Antes de salir, se llevó una fotografía de sus tres hijos, se despidió de su mujer y se subió a un tren militar, rumbo a Dinamarca y luego a Estonia, con la pulsión incierta de no volverlos a ver. Suzanne ni siquiera recordaba su cara en ese momento. Y partió a la guerra. “Al igual que muchos hombres ahora en Ucrania y Rusia”, reflexiona.

Las Batallas

En un determinado momento eso era todo: una constante pulsión incierta. Saber si se sobreviviría al paso de las batallas. Batallas que avanzaban, como la de finales de diciembre de 1944, en la región Alsacia cuando llegaron los estadounidenses para expulsar a los alemanes de Katzenthal. “Después de resistir varios días en el sótano aparecieron los aliados. Pero no pudimos quedarnos más porque nos avisaron que la Fuerza Aérea de los Estados Unidos arrasaría el pueblo a bombazos. Así que tuvimos que evacuarlo rápido —rememora—. Nos fuimos caminando, a poco más de diez kilómetros al sureste, hacia la ciudad de Colmar”.

La potencia de los aviones, el silbido de las bombas, la fuerza del viento le quedaron tan grabados en el espíritu que, años después, cada vez que encendían la aspiradora se metía debajo de la cama. “No quedó casi nada. Mi madre fue a ver la casa al día siguiente y solo halló un montón de piedras”, recuerda. Desplazados en exilio forzado, se quedaron en Colmar con la familia de su madre. Allí los recibió su tía Jeanne Klée y vivieron junto a nueve personas en un departamento pequeño. Las noches eran largas, sobre todo pensando en el destino y fuga de otro combatiente de la familia: su tío Jean-Louis Klée, espía francés que se infiltró en el servicio secreto alemán para obtener planos de armas fabricadas por los nazis e información sobre su avance militar.

“Porque las guerras son así, desintegran familias. Mi tío era espía. Pero desertó en 1938 porque sabía lo que pasaría. Nadie estaba preparado y las autoridades francesas subestimaron a Adolf Hitler”, detalla. De modo que, en esos días de exilio, con tan solo seis años, le contaron que el tío espía había desaparecido en 1938. Fue arrestado en Polonia por los servicios belgas, e iba a ser entregado a la policía secreta francesa en Londres. Sin embargo, poco antes de ese desenlace, escapó de su de-tención, se perdió entre las calles londinenses y se lanzó a las aguas del río Támesis para buscar un barco. Trepó a uno, con rumbo a Buenos Aires, y luego continuó, disfrazado de sacerdote, hasta La Paz, en Bolivia.

“Todas las guerras son iguales, mira lo que pasa en Ucrania —dice—. Todo se repite. No saber si se tiene la buena suerte de sobrevivir o la hora maldita de morir”. Suerte que ella corrió porque, en octubre de 1945, un hombre tocó la puerta de su casa. Era su padre. Había sobrevivido al exterminio en Rusia. Y al fin ella pudo observarlo conscientemente y recordarlo para siempre.

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