Unos empiezan como actores y acaban como directores, y tú fuiste al revés. Cuando empecé a hacer teatro, la verdad, la actuación no me entusiasmó para nada. Es más, ni siquiera me sentía capaz de actuar. Tanto así que me retiré de la escuela porque dije: esto no es para mí. Pero sí me fascinó la dirección y me fui a tocar la puerta de los directores para aprender… ¿Por qué te fascinó la dirección? Me fascinaba la idea la idea de crear una realidad ficcional, cómo el teatro puede, a través de cosas mínimas, una palabra, un gesto, un movimiento, un cuerpo, un espacio, crear unas dimensiones alucinantes para el espectador. ¿Eso es como jugar a ser Dios? Esa es una metáfora difícil, porque ahí habría que ser creyente y yo hasta ahora no decido si soy creyente o no (risas). Creo que es más bien la idea de que, del espacio vacío, de la nada, surge algo que es muy potente, que tiene mucha reverberación en el espectador. Y fuiste director muy joven. Sí, empecé a dirigir cuando tenía 21, 22 años. Trabajé con varios directores importantes, tuve la oportunidad de hacer largas giras por Europa, con Cuatro Tablas, me interesó investigar las corrientes y las metodologías. Entonces fui como compilando experiencias para buscar una propuesta, una voz propia. ¿Y cómo llegas la dramaturgia? Fue el año 86. Pero, cuando yo hago El caballo del libertador, la primera obra que escribo, la hago más como una necesidad de director, tanto que empezó siendo un relato que comparto con los actores, que eran José Enrique Mavila y Maritza Gutti. ¿Fue porque las obras ajenas no las podías moldear como querías? Fue porque empiezo a sentir una necesidad de hablar sobre el Perú. El caballo del libertador trata de la guerra interna en el momento en que sucedía. Nosotros hacíamos la temporada y en la esquina explotaban los coches bomba. Debe ser difícil escribir sobre algo cuando la herida está sangrando, ¿no? Estaba sangrando, sí. Un par de años después escribí Pequeños héroes, que trata el mismo tema. Y, sí, fue una época dura pero, para mí, era esencial hallar esa obra que necesitaba expresar. ¿Cómo te reconquistó la actuación? Fue bien curioso. Un día me llama Chela de Ferrari, que estaba haciendo El avaro, y me dice: me gustaría proponerte un pequeño papel. Yo le dije: mira, yo no me considero actor. Desde La Perricholi que no actuaba. Y Chela me convence. Era un papel literalmente chiquito, ni cinco minutos de escena, que es el duque que llega y arregla todo el entuerto al final de la obra. Bueno, lo hice y la experiencia me gustó… ¿Te sentiste actor principiante? Efectivamente, y eso que había enseñado muchos años actuación. Y seguí aceptando pequeños papeles, hasta que me llama Marian Gubbins para hacer El visitante, en el papel de Freud. Me encantó el reto, pero pensaba: esta es la experiencia máxima que voy a tener como actor. Pero a ese papel siguieron otro y otro. Y la verdad es que en los últimos diez años he hecho, de promedio, más de dos obras al año. Este año, por ejemplo, esta es mi tercera obra. ¿Ahora sí te defines como actor? Sí. Y no lo hacía porque me parecía pretencioso. Te digo con sinceridad: yo no pensé que tenía talento. Y lo que más me gusta de la actuación es ese compartir con el público. Es una cosa bien difícil de creer para quien no ha estado en el escenario, pero cuando tú sientes en el escenario la calidad de una risa o la calidad de un silencio, ¡es tan expresivo! ¿Al actuar entendiste mejor a los actores a los que habías dirigido? Sin duda. No solo como director, sino también como escritor, convertirme en actor para mí fue esencial. Eso ha cambiado bastante mi manera de entender algunas cosas en el teatro. Siendo un director y actor tan académico, sorprende que fueras uno de los artífices de Asu mare, el éxito más comercial del cine. Sin duda, pero es que hay que revisar lo que llamamos comercial o artístico. Para comenzar, no existe un criterio estético llamado comercial. A veces tenemos el prejuicio de que una cosa artística tiene que fracasar y no es así. Yo he tenido la experiencia de hacer Toc toc, una comedia muy comercial, entre comillas... El mayor éxito comercial del teatro en los últimos años, ¿no? Claro, e inmediatamente después he hecho Fausto a teatro lleno todas las noches. Y ahora hago Un cuento para el invierno, de Shakespeare, una obra extraña, a teatro lleno. Y aquí haces doble papel, ¿no? Así es. Y es interesante porque, en el primer acto, hago el papel de Antígono, a quien le dan el encargo de llevar a esta niña (Perdita) lejos y abandonarla en un paraje. Es un personaje dramático. Allí se produce el intermedio y, cuando volvemos, hago del pastor que encuentra a la niña, un personaje evidentemente cómico. Pero son como dos personajes que se conectan. Otro protagonista de la obra es el tiempo. ¿Qué reflexión te suscita? El tiempo es protagonista, porque entre una parte y otra pasan 16 años, y nos permite ver la consecuencia de nuestros actos hoy. Y tiene que ver con todo el tema de la conciencia, del arrepentimiento, la culpa. A mí, no sé si es por la edad, pero el único tiempo que me importa es el que me queda, que no sé cuánto será. Ojalá que mucho. La ficha Nací en Arequipa hace 60 años. Estudié en el TUC, pero no me creía capaz de actuar. Prefería dirigir y, en el 86, también descubrí la escritura. He dirigido o escrito más de 30 obras. Hace 10 años redescubrí la actuación y no he parado. Ahora, estoy en Un cuento para el invierno, la obra de Shakespeare que está dirigiendo Alberto Ísola en el Teatro Británico.