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Domingo

Sobre diplomáticos profesionales

Elizondo
Elizondo

Hace poco tuve una grata reunión, aquí en mi sur, con una cincuentena de embajadores “de la carrera”. Platicamos la amistad, como dicen los mexicanos y, dada la temblorosa coyuntura internacional, nos contamos cuentos sobre el estado de la profesionalidad diplomática. Un tema estratégico que demasiados políticos suelen tomar como simplemente táctico.

Luego, releyendo a Jorge Edwards en su clásico Persona non grata -edición de 1973- redescubrí una de las razones elementales por las cuales esos políticos debieran espabilarse. Cito el párrafo pertinente: “En la diplomacia, donde ingresé por concurso y ascendí por escalafón estricto, no siempre estuve en lecho de rosas. Pero conseguí un contacto con la realidad nacional e internacional, una experiencia directa de ciertos hechos fundamentales que mueven al mundo, que no se obtienen en los cenáculos literarios”.

SOBRE DIPLOMÁTICOS PROFESIONALES

Hoy la Academia Diplomática del Perú lleva su nombre. Y con razón, porque Javier Pérez de Cuéllar fue el más grande de sus profesionales”.

Si asumimos “cenáculos literarios” como una metáfora que engloba diletantes, políticos desplazados y turistas con vara, entenderemos que don Jorge nos regaló un marco realista para una opción de perogrullo: salvo excepciones muy calificadas, la diplomacia debe ser ejercida por diplomáticos profesionales.

Como el mundo se achicó, para bien o para mal, esto hoy vale más que ayer. Por ello, en un nivel óptimo, solo una institucionalidad diplomática respetada puede generar directivos, negociadores en conflictos o alianzas y hasta líderes en los organismos internacionales. Que de eso se trata. En su nivel mínimo, la profesionalidad también es imprescindible, pues forja funcionarios capaces de orientar a los diplomáticos que surgen de otros “cenáculos” e ignoran casi todo en la materia. Que de eso también se trata.

Embajadores y guerreros

En los países desarrollados la profesionalidad del servicio exterior es tan indiscutible como la castrense. Sus gobernantes pueden producir excepciones reguladas, pues saben que designar amateurs como embajadores o directivos de cancillería es como asignar el mando de un regimiento a un anacoreta. En su célebre Paz y guerra entre las naciones, de 1963, Raymond Aron explicó que el embajador y el soldado son los personajes simbólicos que representan al estado nacional en el mundo de las relaciones internacionales.

Es lamentable que en América Latina esto no sea tan claro. Su historia está llena de diplomáticos improvisados, con más experiencia en derrotas electorales domésticas que en conflictos internacionales. Hace años conocí a uno muy simpático, pero monolíticamente hispanoparlante, que solo entendía lo que se hablaba en reuniones del GRULA (Grupo Latinoamericano). Cuando debía asistir a reuniones en otro idioma y sin traducción simultánea, solía preguntar a sus colegas qué les parecía lo que habían escuchado. Sobre esa base de segunda mano (o segunda lengua) informaba a su cancillería.

Opino por lo vivido -y aunque algún amigo diplomático frunza el ceño- que hay dos diplomacias de alto nivel profesional en la región y por eso tienen nombre propio: Itamaraty, en Brasil y Torre Tagle, en el Perú. Quizás no sea casual, pues no surgieron del desorden posbélico de la independencia, sino de la experiencia palaciega de sus élites criollas. Gracias a su relación con los hechos fundamentales que movían el mundo de los imperios portugués y español pudieron administrar los misterios internacionales con buena memoria y mejores archivos, crear servicios diplomáticos para sus repúblicas y tener peso institucional ante sus gobiernos.

Podrán pasar por altibajos, sobre todo en estos tiempos de crisis ecuménicas, pero sus raíces de profesionalidad tienden a recuperarlas en el mejor interés de sus naciones.

El más grande

En el caso de Itamaraty, su solera acaba de producir dos conquistas notables, en un contexto de alta polarización política interna: un juez para la Corte Internacional de Justicia de la ONU y un presidente para el Banco Interamericano de Desarrollo. Ambas candidaturas fueron patrocinadas por el presidente Jair Bolsonaro y aprobadas tácitamente por su victorioso adversario Lula da Silva, pero fue la casa diplomática la que movió las palancas estratégicas.

En cuanto a Torre Tagle, su peso histórico se refleja en la cantidad de cancilleres que ha producido. Según mis recuerdos, con base en la dictablanda de Francisco Morales Bermúdez y con excepción de Alberto Fujimori, todos los gobernantes peruanos adquirieron cancilleres en Torre Tagle. Además, la casa ha posicionado a sus profesionales top en los más altos cargos de las organizaciones internacionales. Baste mencionar a Javier Pérez de Cuéllar, (JPC) elegido y reelegido, en los años 80, como Secretario General de la ONU.

Conservo una anécdota muy ratificatoria en el caso de JPC, a quien entrevisté para Caretas a pocas horas de su elección. Todos sabíamos que ya se había desempeñado en la organización mundial, que el presidente Fernando Belaunde lo había propuesto como embajador en Brasil y que el Senado lo había rechazado por motivos espurios. Comunicadores de palacio comenzaban a decir, entonces, que tamaño tapabocas de la ONU obedeció al prestigio internacional del gobierno. En el curso de la entrevista, el flamante jefe de la organización mundial agradeció el apoyo de don Fernando y dijo que la malcriadez de algunos senadores había que olvidarla. “No soy hombre de rencores”. Sin embargo, dejó en claro que el factor decisivo para su elección no se debió a un patrocinio político doméstico, sino a su idoneidad profesional reconocida por las cinco potencias del Consejo de Seguridad. “Perdóneme si en lo que digo hay cierta dosis de inmodestia, pero creo que la elección del Secretario General es, básicamente, una cuestión de confianza”.

Hoy la Academia Diplomática del Perú lleva su nombre. Y con razón, porque Javier Pérez de Cuéllar fue el más grande de sus profesionales”.

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