El mito del dictador que odiaba el rock
Se acaba de publicar Mitologías velasquistas (Fondo Editorial PUCP), un volumen de ensayos que explora el desarrollo del arte y la cultura durante el régimen de Juan Velasco y que, de paso, desmonta algunos mitos. El más difundido: que el dictador expulsó a Santana porque odiaba el rock.
Dicen que el hijo de Juan Velasco Alvarado quería que Santana toque por su cumpleaños y que, como la banda se negó, la expulsaron del país. O que la echaron porque pretendía traficar droga camuflada en sus equipos. O que su líder, el virtuoso y carismático guitarrista que le dio nombre al grupo, orinó nomás llegar desde la escalinata del avión.
Pero el mito más difundido sobre el cancelado concierto de Santana en Lima, en diciembre de 1971, el que estableció la visión que se tiene hasta hoy de la relación entre Velasco y el rock, es que el dictador odiaba al género porque, supuestamente, lo consideraba alienante e imperialista.
Las cosas no fueron exactamente así, de acuerdo a la investigación que hizo el historiador Alejandro Santistevan y que se acaba de publicar como parte del libro Mitologías velasquistas (Fondo Editorial PUCP), un conjunto de ensayos que exploran el desarrollo de la cultura y el arte durante el régimen militar.
–Lo que ha prevalecido hasta ahora es que Velasco sentía una especie de animadversión personal con el rock– dice Santistevan, –pero eso no tiene ninguna base documental.
Buceando en archivos periodísticos y diversas fuentes documentarias, y entrevistando a algunos de los principales protagonistas de ese episodio, entre ellos al organizador del concierto, Peter Koechlin, el historiador encontró que las razones que llevaron al gobierno militar a cancelar el evento no fueron las opiniones personales del líder de la revolución.
Sino más bien la improbable confluencia de presiones salidas de los sectores conservadores y de los radicales de izquierda.
CRÍTICAS Y BOICOT
Lo primero que Santistevan deja en claro es que la llegada de Santana “no fue una respuesta a la demanda de una escena de rockeros o hippies que anhelaban ver a su estrella máxima”. Fue la gestión personal de Koechlin, un joven productor de conciertos, miembro de la alta sociedad limeña, al que sus contactos en los medios y la industria musical ayudaron a llegar a Carlos Santana y cerrar el contrato.
Cuando la banda llegó al Perú, el 9 de diciembre, fue recibida por una tropa de reporteros que cubrieron la noticia con una mirada claramente conservadora: por ejemplo, un simple cambio de ropa en un ambiente del aeropuerto, al que se infiltraron algunas cámaras, fue un escándalo y llevó a algún cronista a reseñar que los músicos habían llegado semidesnudos y besándose entre sí.
–Había una posición muy clara de sectores conservadores, de la Iglesia, de la prensa, que se referían a Santana como un malogrado, un tipo que se drogaba, muy aficionado a las fiestas, con actitudes que no eran aceptables en la sociedad limeña– dice Santistevan.
Por otro lado, el otro grupo abiertamente opositor al concierto era la Federación Universitaria de San Marcos (FUSM), controlada por Patria Roja, que saboteó el evento usándolo como parte de su guerra particular contra el régimen, al que acusaban de “salvaguardar los intereses de la oligarquía y el imperialismo”.
Días antes del evento, cuenta el historiador, la FUSM boicoteó los preparativos destrozando el tabladillo, vertiendo agua de desagüe en el campo del estadio y vandalizando los baños. Los dirigentes atribuyeron este rechazo a los “estudiantes de base” y exigieron al gobierno que cancelara el recital para evitar actos de violencia y enfrentamiento.
El concierto, que proyectaba congregar a unas 30 mil personas, nunca se realizó. El gobierno ordenó la expulsión de la banda por “los gestos y actitudes adoptados” que “han demostrado que sus actividades son contrarias a las buenas costumbres del pueblo peruano”.
Como explica Santistevan, a la postre la expulsión de Santana no fue un impulso totalitario y brutal, sino una reacción frente a una situación política. La posibilidad de contentar a dos enemigos de peso como la derecha conservadora y la izquierda radical. No las fobias de un militar, como dice el mito.