Ponciano del PinoHistoriador.,Su En nombre del Gobierno (La Siniestra Ensayos y Universidad Nacional de Juliaca, 2017) –que abre un siglo de historia para comprender la relación de las comunidades altoandinas de Ayacucho con el Estado y la violencia, a partir del caso Uchuraccay–, acaba de ganar el Book Award 2018, otorgado por LASA al mejor libro iberoamericano escrito en ciencias sociales y ciencias humanas. Ponciano del Pino es uno de los historiadores que más y mejor ha trabajado el tema de las memorias del conflicto. Ha analizado el legado de la Comisión de la Verdad, ha sido curador del LUM y coautor, junto a José Carlos Agüero, de Fundamentos conceptuales del Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social. Lo encontramos en las alturas de Ayacucho, trabajando junto a otros en su próximo proyecto etnográfico: una inmersión en el día a día de la violencia de esos años, para lo cual se vale de un material muy diverso: libros de actas de comunidades, el diario personal de un oficial de las fuerzas del orden y el diario de un senderista. Me ha impresionado ese poema andino del inicio, el del picaflorcito que quiere entrar al Palacio de Gobierno a hablar con Belaunde, con el que empieza tu libro. ¿Ha entrado alguna vez ese picaflor a Palacio? ¿Cuándo crees que lo logrará? La intención del picaflor de entrar en Palacio estaba motivada por la exclusión y la injusticia. Eso lleva a una activa acción política, a un peregrinar en búsqueda de un buen gobierno. Aun cuando persisten los problemas, es un escenario distinto, no se puede dejar de reconocer que el Estado, pese a todo, está algo más presente, con un sinnúmero de obras de infraestructura, servicios de salud y programas sociales focalizados, que pueden ser criticables pero presente. La metáfora del picaflor habla más bien de un problema de reconocimiento, de una población que esperaba que se reconociera su ciudadanía, su pertenencia al Perú, de una población que cada 28 de julio celebraba la Independencia con tres días de corridas de toros; pero que sin embargo fue constantemente excluida. En 1993 estuve en Uchuraccay, cuando los retornantes refundaban la comunidad a pocos metros de donde había estado ubicada y la sensación de estar ahí no puedo olvidarla. ¿Cómo fue para ti? Sin duda condicionó mi aproximación a esta historia, una historia arrasada por el horror de la violencia pero que volvía a nacer. La identidad de pueblos retornantes como Uchuraccay ha sido marcada por una imagen casi bíblica. La fuerza por refundar la vida es poderosa, y decirlo no es un recurso literal, y movilizó a centenares de familias que volvieron al lugar sin más recurso que ese espíritu de “reconquista”. Tu libro parte de la recolección de testimonios orales. ¿Cómo ha sido para los supervivientes y sus herederos volver a contarse desde sus subjetividades, hacer memoria? La matanza de los periodistas es, sin duda, una experiencia que los marcó, que marcó sus vidas y sus memorias, con sus propios muertos a cuestas. Pero no solo recuerdan los hechos trágicos de dolor, también recuerdan y conmemoran el retorno como una identidad festiva que busca reinventar la vida y reintegrar la comunidad. Lo interesante es ver que la nueva generación es más consciente de la necesidad de resarcir la memoria de sus muertos, al menos públicamente. ¿Qué nos enseña el caso de Uchuraccay respecto a la violencia en los Andes y a la relación entre Estado y mundo campesino? ¿Cómo podemos leer las luchas actuales por la tierra y contra las mineras a la luz de este análisis? No sé si hablar de enseñanzas porque lo que veo en Uchuraccay de 1983 lo observo en otras historias más recientes. Es poca nuestra disposición de aprender, y no solo hablo de los sectores de poder y del Estado. Actuamos desde certezas inamovibles. Por ejemplo, la ominosa incapacidad de escucha frente a lo que decían insistentemente los uchuraccainos, de que podían actuar bajo una lógica y un juicio propio, y eso se repite en uno y otro sector político del país hoy en día. La historiadora Cecilia Méndez, en la presentación, destacaba de tu libro que recentra a la comunidad campesina como la institución política más importante del Perú. ¿Estás de acuerdo? La crítica de Cecilia Méndez está dirigida al presentismo que domina en el análisis de los politólogos, obsesionados con los partidos políticos para hablar de la institucionalidad política en el país. En este análisis el campo solo aparece en momentos de explosión social. Es un vacío presente igualmente en el informe de la CVR, como muy bien advierte Marisa Remy. Sin embargo, al recentrar la historia de este país en el campo, de la relación de los campesinos con el Estado, las comunidades no solo son una institución política importante en la historia, que se recrea constantemente, sino que han tenido un papel destacado en los procesos de democratización del país. ¿Qué futuro le ves al LUM en este contexto donde parece que hay un interés mayor de los grupos políticos por controlar los discursos sobre el pasado? Hay que tener claro que en el país no ha habido un gran proceso social de luchas por la memoria y los derechos humanos. Los pocos momentos y avances se los debemos a la terca persistencia de las organizaciones de víctimas. El LUM mismo es el resultado de un esfuerzo casi solitario de su equipo por sacar adelante dicho proyecto, sostenido más en la cooperación internacional que en el apoyo del propio gobierno, y con cierta indiferencia de las organizaciones de derechos humanos, con excepciones, por supuesto. Creo que lo más importante que se logró en ese proceso fue que se convierta esa institución en un espacio vivo, en el que se involucraran activamente las diferentes organizaciones de víctimas, tanto civiles como policiales y militares, y que haya tantos jóvenes visitándolo.